El señuelo saltaba a la vista, pero al final ha resultado ser como una especie de traicionero boomerang. El alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, incendió esta semana las redes sociales con un comentario en contra de la utilización de la imagen de la Macarena (la Virgen) en un cartel diseñado para presentar una revista satírica, de nombre Mongolia. No fue un mero desliz verbal o personal, sino una decisión de gobierno. Casi formal. Al mismo tiempo que su comentario suscitaba todo tipo de comentarios en el mundo virtual, su concejal múltiple, Gregorio Serrano, que lo es también de Fiestas Mayores –en Sevilla ninguna fiesta puede ser menor, ni íntima, ni sin tambores– equiparaba el respeto a las imágenes religiosas (subjetivo, obviamente) con la libertad de expresión (objetiva); una asociación conceptual, cuando menos, singular, porque la libertad de expresión es cosa de todos y la devoción religiosa no pasa de ser una materia de elección libre y voluntaria. Hasta ahora, claro. Porque para el gobierno de Zoido (Juan Ignacio) parece haberse convertido en obligatorio pensar de una determinada manera si uno quiere considerarse realmente sevillano. Será que todos los que no participamos de su profundo sentido religioso, habiendo nacido además extramuros, no somos en realidad de aquí, como suele decirse por estos pagos.
Archivo de enero 2013
Elogio a la discrepancia
El español –decía Julio Camba, el maestro del periodismo gallego– es poco amigo de pensar, pero cuando piensa entonces no existe más opinión que la suya. Me acordaba de la frase el otro día cuando las gacetillas locales –los periódicos, al parecer, han muerto definitivamente– glosaban las primeras conversaciones que los grupos políticos del Ayuntamiento han iniciado en busca de un unicornio azul denominado Pacto por Sevilla: un acuerdo institucional para atenuar los males (casi bíblicos) que castigan a esta ciudad de pecados múltiples. La idea, según leo, parte de Juan Espadas, el portavoz socialista en la Plaza Nueva, que intenta marcarle el paso al alcalde –Zoido (Juan Ignacio)– con una oferta política propia, aunque sea sospechosamente similar a la que en el ámbito autonómico cada cierto tiempo plantea cuando se queda sin margen real de acción el político de turno. Griñán, en este caso. Todos aplican el mismo protocolo escolar: insistir en que es necesario firmar un acuerdo que dé la impresión a los ciudadanos de que los políticos piensan en sus problemas. Cándida ingenuidad.
El final de la burbuja
Francisco de Quevedo, poeta de todos los géneros posibles, arbitrario señor de la Torre de Juan Abad, escribió hace siglos una frase célebre:
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”.
Es cierto. La ley de la gravedad jamás descansa. En Sevilla estamos viendo cómo esta norma científica se cumple sin el más mínimo respeto a la caridad (cristiana, por supuesto) que –dicen– es necesario ejercer para caminar por la vida. Sabido es que en política no abundan la moral ni los principios, sino la conveniencia y el interés. Esperar clemencia de los astros resulta ser una tarea estéril. Los mismos que un día te encumbraron antes o después te harán caer. Acaso sea esto lo que le está sucediendo, probablemente demasiado pronto, a Zoido (Juan Ignacio), que casi veinte meses después de llegar a la Alcaldía acusa una sostenida pérdida de apoyo ciudadano que, salvo que cambie la tendencia durante los próximos meses, puede llegar a desalojarle del poder local y también del cargo de presidente regional de su partido. Cosas más raras se han visto por estos pagos. En ello, de hecho, están ya ocupados algunos, no precisamente anónimos, lo cual es una malísima señal: cuando tus notables no te quieren, la cosa suele acabar o en asesinato o en conspiración. O en ambas cosas.
Un improbable regalo de Reyes
La antigua comisaría de la plaza de la Gavidia, uno de los escasísimos edificios del movimiento arquitectónico moderno en Sevilla, una ciudad mucho más dada a inventarse sin demasiado rigor su propia tradición arquitectónica que a acoger de buen grado experimentos ajenos, cumple ahora casi una década cerrada. Desde que el Ministerio del Interior la clausuró oficialmente hace un decenio (tras utilizarla durante demasiado tiempo sin invertir lo suficiente en su conservación) la estructura de este singular inmueble, que hasta 1992 fue la sede central del cuerpo nacional de seguridad en Sevilla, no ha hecho más que debilitarse, poniendo en peligro cada día que pasa su propia conservación, una tarea obligada al tratarse (aunque algunos ni siquiera lo sospechen) de un edificio con un alto valor patrimonial, reconocido además desde el punto de vista legal. Firme.