La metonimia es una figura retórica que consiste en dislocar los significados previsibles. Entre otras variantes, suele designar una cosa identificándola con una sola de sus partes. Sobre ella se sustenta una de las joyas de la literatura: la metáfora, que no es más que una metonimia excesiva; una disidencia en relación a la norma lingüística que sólo en el caso de los buenos poetas enriquece la mirada sobre las cosas. Toda metáfora descubre una realidad oculta. También revela la personalidad de quien la construye. Al menos, eso nos explican los estructuralistas (Jakobson), que definía su modus operandi con un hermoso término: magia por contacto.
Archivo de marzo 2013
El negocio de la desgracia
Cicerón, maestro de la oratoria latina, decía que la verdad se corrompe de dos formas: con la mentira y con el silencio. En el rosario de miserias que emergen estos días de la instrucción judicial del escándalo de los ERES en Andalucía, cuyo epicentro está en Sevilla, nunca el silencio y las mentiras han retumbado tanto en nuestros oídos. A la larga lista de intuiciones –presuntas– que hasta ahora nos habían deparado las diferentes piezas del caso se suma ahora la certeza de que todos estos hechos, lejos de ser meras anécdotas, conforman toda una categoría cuyo rango moral es igual a cero. Lo grave del escándalo de los ERES no es sólo el clientelismo, el tráfico de influencias, los excesos cometidos por sus principales protagonistas o el desprecio a la ley y al sentido común que demuestran muchos de los que la juez Alaya está enviando –con indicios verosímiles– a la cárcel. Lo trascendente es cómo, con todos estos ingredientes en el guiso del desconcierto, la ceremonia de la inmoralidad ha llegado a convertirse en un mecanismo casi perfecto, un sistema –depurado, incluso– que se nutre de la desgracia ajena para generar un inmenso negocio.
La cabeza fuera del agua
La vida es como una antigua cinta de cassette. Se llena de polvo, suena mal y, en ocasiones, sobre todo a medida que discurre el tiempo, se sale de sus propios ejes, desparramándose. Y, sin embargo, encierra en su interior algunos tesoros que nos han hecho seguir adelante. En el acelerado proceso de rebobinado al que la crisis actual nos está sometiendo a todos, que es bastante parecido a lo que hacíamos cuando queríamos escuchar otra vez una canción y el mundo todavía era analógico –nunca dejará de serlo, en realidad–, estamos viendo determinadas escenas que, desgraciadamente, se parecen demasiado a la vida de nuestros padres. Incluso de nuestros abuelos.
El cuadro de la abuela
Píndaro, el poeta griego, aconsejaba a un interlocutor desconocido en un hermoso poema:
“Sólo hay dos cosas que, en verdad, sustentan/ las más dulces esencias de la vida:/ gozar de una fortuna floreciente/ y escuchar los clarines de la fama”.
Si damos estos versos por ciertos, está claro que lo de Sevilla es una extraña anomalía. La fama nos sobra –o eso creemos– pero la fortuna no nos acompaña ni en el ámbito económico ni en el político. Tampoco en lo social. Llueve y el Gobierno es más maldito que nunca, como dicen en Italia. Esta semana, mientras la Junta se desdecía de sus promesas sobre las Atarazanas y entregaba la escasa dignidad que le queda a la autonomía a cambio de una línea de crédito con la Caixa cuya contraprestación consiste en renunciar a una inversión millonaria y desistir de un pleito ganado de antemano, dos cuestiones de índole patrimonial han pasado como asuntos secundarios por la agenda política: la petición del Metropolitan para exponer algunas piezas del tesoro fenicio del Carambolo y la solicitud del Hermitage ruso y el Correr de Venecia para tener en préstamo una de las vistas generales de Sevilla que el Ayuntamiento cobija en su sede de San Francisco.
El ruido indígena
En Sevilla somos europeos sólo para lo que nos interesa: el dinero. En el resto de asuntos, especialmente los culturales, seguimos ejerciendo de indígenas. Esto es: no tenemos remedio. No sé si lo recordarán, pero durante la pasada campaña electoral de las municipales –la carrera hacia la cima de Zoido– una de las promesas electorales del ahora regidor consistió en adecuar las pautas de gestión municipal para que la ciudad fuera un destino recurrente de los programas de inversión europea. La idea no era ni mucho menos nueva. Pero no sonaba mal y era gratis. Mientras los fondos de cohesión de la UE durasen, Sevilla aspiraba a continuar captando parte de estas ayudas para financiar proyectos propios. Algo razonable y extraordinariamente importante en un contexto de ruina económica sostenida. Que es en el que vivimos.