Jardiel Poncela, uno de los escasos escritores españoles del teatro del absurdo, decía que los políticos son como los cines de barrio: te hacen entrar en la sala y después te cambian el programa sin avisar. Algo de esto hay, porque el creciente hastío de la ciudadanía con la democracia representativa en la que todavía sobrevivimos no deja de aumentar. Los ciudadanos, sean digitales o analógicos, como se dice ahora, son víctimas de un spleen bastante similar al que Baudelaire convirtió en obra de arte y que, en el siglo XVIII, hacía que los jóvenes de la aristocracia inglesa se suicidaran sin más motivo aparente que la decepción espiritual. Una muerte romántica y terrible, con trazos de decadencia.
Archivo de junio 2014
El espectáculo de los humores
“La vida es corta, el camino del arte largo, el instante fugaz, la experiencia engañosa y el discernimiento problemático”. La frase se atribuye a Hipócrates, el padre de la medicina antigua. Sostenía este pensador griego –en Atenas a los médicos se los llamaba físicos, cosa que no han dejado de ser nunca– que el comportamiento de las personas depende de los líquidos que tengan en el interior del cuerpo; la vasija donde se mezcla la vida, que, como tantas otras cosas, es una cuestión de proporciones donde el exceso puede ser tan perjudicial como la carestía. Según esta tesis, que después desarrolló Teofrasto, los individuos nos diferenciamos por nuestro carácter, cuya fórmula exacta depende de la mayor o menor cantidad de cuatro sustancias: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. La presencia o ausencia de estos elementos permitió construir una singular teoría sobre los temperamentos humanos cuya vigencia duró hasta el siglo XIX, cuando la medicina moderna comenzó a convertirse en una disciplina científica. Entre otras cosas era la razón por la que los curanderos aplicaban a cualquier mal la misma receta: sangrías constantes.
El viento del exilio
La vida, en demasiadas ocasiones, nos trata igual que a un bandoneón. Primero nos estira el cuerpo hasta descoyuntarnos; después nos recorta el esqueleto. Ahora que los monos devastan el hogar, cuando no queda ni una esquina en pie del templo que creíamos que sería un edificio sólido y perdurable, cuando la selva retorna de improviso, invade la ciudad y la hiedra devora las columnatas, en mitad de este tórrido calor demencial, una buena parte de los jóvenes (andaluces) deciden abandonar la patria, esa ficción, para lanzarse a la aventura de los caminos. Emigran en busca no tanto de mejores horizontes, sino de uno que, aunque difuso, teórico y frágil, pueda ser válido por lo menos durante un plazo de tiempo razonable. Hacen lo que deben. Y hacen bien.
Justicia poética
Sir Winston Churchill, célebre por haber perdido unas elecciones después de ganar una guerra y ser un consumidor compulsivo de habanos, esa obra de arte tan efímera, sostenía que el precio de la grandeza reside en la responsabilidad. A juzgar por lo que llevamos contemplando desde hace demasiado tiempo en Andalucía, vivimos en un país de gente que es incapaz de asumir las consecuencias morales de sus propias acciones.
El retorno a la aldea
Rousseau dice que “una urbe está compuesta por casas, pero una ciudad sólo la forman los ciudadanos”. La democracia podrá residir, quién lo duda, en las grandes cámaras estatales, incluso tener su correspondiente réplica menor en el ámbito autonómico, pero difícilmente se entiende sin los ayuntamientos, las asambleas originales. La política nació en una colina de Atenas donde las familias decidían, juzgaban y resolvían los conflictos inmediatos. Después, las guerras, los imperios y la constitución de los estados-nación complicaron mucho más este panorama, pero, en el fondo, la esencia de la democracia siempre ha consistido en lo mismo: sentarse en círculo para discutir los problemas del vecindario.