[De cómo empezó todo esto]
La literatura es un bebedizo extraño. Un licor. En mi caso fue un jarabe de la infancia. La culpa de las lecturas hasta el amanecer, o hasta el anochecer siguiente, la causa de la orgía perpetua de los libros, el pecado mortal de la lectura que cometo todos los días, la tuvo un padre sabio que sin inculcar demasiado –no era su carácter– iba por los pasillos con un libro en la mano. El padre, aquel padre, caminaba por la casa –hipotecada; igual que la vida de casi todos– sin portar bastón alguno, que falta no le hacía, y con el único asidero de un viejo libro de ensayos. Subrayado con hasta cinco colores distintos. Uno encima del otro. Hasta anular el resalte cromático que debía contribuir a dar sentido a las frases preferidas. Antes o después todos necesitamos un sitio donde apoyarnos para sostener el alma, que se derrumba. Mi padre usaba un libro. De filosofía, de poemas o una novela de esas que son como las drogas: las que permiten la evasión sin moverse del sitio, gracias a la recreación de nuestros males. Pura catársis clásica.