Las mudanzas del espíritu pueden ser casuales, consecuencia del azar o fruto de la evolución personal. Todas tienen algo de bueno; casi ninguna nada malo. Los cambios, aunque a primera vista parezcan lo contrario, son altamente saludables. En la vida y en el arte. En épocas de desconsuelo, últimamente tan frecuentes, buscarse agarraderas se ha convertido en un vicio casi inevitable, pero a la larga no sostendrán nuestro cuerpo –marchito– por mucho tiempo si nuestras piernas no aguantan el peso del esqueleto que somos. Es mil veces mejor caer en el vacío, incluso en el silencio, que esconderse tras la falsa seguridad de la aceptación de los dogmas ajenos. La inseguridad y las dudas forman parte del paisaje de la vida. Pretender que podemos esquivarlas por completo sólo es un espejismo pasajero. El pecado mayor que cualquiera puede cometer en la vida no es fracasar, sino engañarse. Según los psicólogos, es justo a lo que los humanos dedicamos la mayor parte de las horas del día.
Archivo de junio 2016
Final de trayecto #2
Los adioses están sobrevalorados. Tienen demasiada buena prensa. Despedirse es un acto de vanidad más que una señal de buena educación, porque quien lo hace da por supuesto que al mundo -los demás- le interesa saber, y puede que incluso lamenten, nuestro tránsito o cambio de estado. Siempre he pensado lo contrario: al mundo le importa un higo lo que nos pase, si salimos o entramos, si escribimos con libertad o bajo el yugo de los señoritos de la marisma meridional. La vida gira todos los días. Todos. Con o sin nosotros. Unas veces estamos arriba, oteando el panorama desde las alturas; otras descendemos a la planta baja, donde debemos arrastrar los pies como almas en vela. La existencia es así: rotunda e ingrata. El tranvía de los sueños de juventud se detiene siempre en la misma esquina secundaria y, cuando te bajas, descubres que envejecer consiste en seguir el trayecto a pie, en dirección hacia un horizonte que no termina de llegar nunca.
La Noria del sábado en El Mundo.
Duelistas de fábula
Las fábulas morales forman parte de la literatura doctrinal con vocación unívoca, que es aquella que intenta limitar la capacidad del lector para pensar con libertad. Como cualquier otra pieza con espíritu propagandístico, la jerarquía que dibujan del mundo es, esencialmente, estática. Su fin además consiste en mantenerla así, disuadiendo de sus sueños a los que desean dislocar el sitio de los atrios. No es extraño que desde el Mundo Antiguo, pasando por los tiempos oscuros del Medievo, las fábulas hayan sido un carísimo instrumento del poder para predicar, bajo el ropaje retórico de lo popular, la ideología imperante. Su mensaje básico es: da igual lo que ambiciones, mejor «ni lo intentes». Así reza el irónico epitafio de Bukowski.
Las Crónicas Indígenas del viernes en El Mundo.
Juego de máscaras
Nunca es tarde si la dicha es buena, pero reconocer una evidencia, más que una virtud, a veces resulta obligado: no se puede disimular indefinidamente. Nuestro alcalde, Juan Espadas, tras más de un año en el cargo, y en pleno periodo electoral, momento en el que los políticos indígenas suelen darse a la autoindulgencia sin contención, ha admitido que «la imagen de la Policía Local no es satisfactoria», verbalizando así lo que todos sabemos desde hace lustros. Reparen ustedes, sin embargo, en los matices: el regidor admite que lo que no pasa por su mejor momento es «la imagen», no tanto la policía; lo cual reduce la cuestión a un juego de máscaras al acotar el problema al ámbito de la comunicación -la propaganda- para alejarlo de la gravedad de ciertas prácticas vigentes en el cuerpo local de seguridad.
La Noria del sábado en El Mundo.
Memoriales urbanos
Las ciudades son destinos universales. Y, al mismo tiempo, locales. Entre ambos territorios, el lejano y el cercano, reside el dominio metafísico de las grandes urbes literarias. Dicen aquellos que han estudiado el fenómeno que las ciudades son como los seres vivos: tienen un periodo de esplendor, corto y deslumbrante, rodeado de un camino iniciático previo y un sendero –inevitable– hacia la decrepitud. Primero está la ciudad adolescente, impúber, la ciudad de los orígenes. Después un buen día aparece la ciudad senil, la ciudad retirada, como una momia vetusta, envejecida, vencida por el tiempo. Por carácter, uno siempre ha preferido las segundas: las ciudades decadentes. Hay otros que, sin embargo, sueñan con vincularse en algún momento de su existencia a las ciudades emergentes, las que viven en su propio cenit. Es el caso de la Florencia del Renacimiento, la Sevilla de Indias –que se confunde con la falsa ciudad barroca–, el Cádiz del XVIII, la Granada nazarí o la Córdoba califal. Madrid, de ser algo, sería una ciudad atroz y decimonónica. Barcelona, en cambio, parece eterna: casi nunca dejaron de suceder cosas en ese rincón del noreste peninsular.