Algunas mujeres son como paraísos turbios. Nunca se saben si son una salvación o una condena. Hay mujeres que uno intuye pero no comprende. Féminas a las que se ama por su capacidad para apaciguar ese sonajero que todos llevamos dentro y todavía llamamos alma. De lo femenino existen tratados y abundante literatura –más o menos galante– que ciertos hombres, enamorados o desengañados, que viene a ser lo mismo, porque ambas cosas son preludios sucesivos, han ido escribiendo a lo largo de la historia. También lo han hecho, por supuesto, las propias mujeres. Pero, al igual que los mejores retratos sobre lo masculino proceden de su anverso, el dibujo de lo femenino adquiere un color diferencial cuando lo firma un escritor en vez de una escritora. Son cosas que ocurren: uno no puede decirlo todo de uno mismo sin faltar, en algún momento, a la verdad.
Archivo de agosto 2016
Fe de erratas
No existe, salvo milagros contados, libro, periódico, revista o publicación impresa sin su ración de erratas. Los malpensados creen que son las hijas de la torpeza del escritor, errores de escritura del arriba firmante. No les falta algo razón, aunque sea sólo una parte de todas las causas posibles. Las erratas son consecuencia de una transcripción apresurada, de reescrituras que empeoran lo ya escrito, el fruto agrio de las habituales confusiones ante la máquina de escribir que llamamos ordenador. Son como las heridas que llevan los libros en la piel. Cicatrizan cuando el lector es piadoso. Cuando no nos da este gusto se vuelven costurones en la mejilla de un libro, al que arruinan el rostro, la imagen, la carrera –si es que los libros todavía van a alguna parte– y cualquier estimación posible.
Barojiana (obituario sostenido)
La muerte de un gran escritor es la excusa perfecta para escribir sobre literatura. Sirve, por ejemplo, para darse golpes en el pecho. Y también permite, en caso de necesidad, revolcarse en la arena de una playa desconocida lanzando carcajadas. Reírse de la muerte, igual que de tantas otras cosas de la vida, es una costumbre saludable. Incluso aunque sea en el último instante. Otros, en semejante trance, prefieren blasfemar. La elección individual la determina el carácter. Supongo que la última aspiración de un escribano difunto debe ser burlarse de su propio deceso. Sobre todo cuando tu obra se ha convertido en el abono del árbol muerto que servirá para que crezca otro. No se puede dejar mejor herencia: prolongar la condena –que también es paraíso– de la escritura en los demás.
Plagas de langosta
Un antiguo son cubano, en un derroche de machismo caribeño, dice que las mujeres son como las gallinas: cuando su gallo se muere a cualquier pollo se arriman. La sentencia es tan injusta con el sexo femenino como ingeniosa, pero no sólo es aplicable al caso concreto de las viudas –y viudos–, sino a otros muchos tipos de relaciones, no siempre sentimentales o carnales. Entre los críticos y los escritores, sin ir más lejos, casa a la perfección. Estos días anda el gallinero de las letras disperso discutiendo si el tiempo terminará dando más importancia a determinadas obras literarias o prevalecerá el juicio –siempre censor, lo cual no quiere decir que sea malo– de los analistas de los grandes periódicos. Como toda controversia, este intercambio de pareceres tiene bastante de sano –la unanimidad es mucho más preocupante– pero también de estúpido. El tiempo no va a salvar a nadie.