El perfume de las partidas –o de las despedidas, según la terminología corriente– oscila entre la nostalgia y la incertidumbre. A mitad camino entre ambas cosas. Llega un día en el que la gente que tenemos a nuestro alrededor desaparece, se va, se esfuma. Nos pasamos la vida despidiéndonos de gente y de cosas y, paradójicamente, el ritual todavía nos causa sorpresa (en el mejor de los casos) o devastación (en el peor). Probablemente estén pensando ustedes en la muerte, esa noche oscura del alma en la que se nos arrebata todo. Lo mismo sucede en vida: la existencia es la mayor destructora de sueños que existe. Un derribo en cámara lenta, aunque para atenuar sus inevitables efectos utilicemos eufemismos, como la consoladora idea del cambio.
Archivo de octubre 2016
Historias del páramo
Desde Virgilio, y quizás porque en nuestros genes, además del idioma, exista algún elemento inequívocamente terrestre, el campo ha tenido una lectura (literaria) de corte amable y, con frecuencia, bucólica. Uno siempre ha creído lo contrario: el campo es un territorio imposible, inhóspito, un tirano que arranca la piel a tiras a los agricultores, que son los únicos capaces de domesticarlo. Por supuesto, éste es el sentir de los niños urbanos, ajenos por completo al paso de las estaciones –en mi ciudad sólo hay dos–, ignorantes del nombre de los árboles, alérgicos al olor de los arbustos.