La sabiduría, como los buenos alimentos, es una cuestión que lleva su tiempo. No se adquiere de la noche a la mañana. Por el contrario, es resultado de la lenta maceración de los días, las arduas lecturas, la contemplación y una propensión especial –vicio nada frecuente– a lo que podríamos llamar la curiosidad de los impertinentes. Esto es: el interés por cualquier cosa que resulte desconocida. Dicho en términos negativos: el odio hacia las orejeras mentales. En un mundo donde la prepotencia y la soberbia de los ignorantes son la norma habitual, y casi diríamos que también una fe profana e indestructible, relativizar las cosas, hacer una pausa antes de emitir cualquier juicio, es un ejercicio de agradecer, sobre todo cuando el resultado resulta ser un bordado de prosa amena, alejada de las habituales perdiciones egocéntricas.
Archivo de noviembre 2016
El tiempo, la ausencia, el pincel
De vez en cuando la vida nos gasta una broma y nos devuelve de golpe al tiempo de las alergias y los veranos infinitos. A la infancia, esa niñez que todavía, en contra de nuestra voluntad, aún llevamos dentro. De esos años pretéritos los recuerdos empiezan ya a ser vagos, efímeros, imposibles. Supongo que éste es uno de los síntomas de que nuestra memoria, castigada durante años con tareas absurdas, comienza a fallar. O quizás sea sólo selección natural: nuestra mente olvida lo malo y retiene con avaricia los buenos recuerdos. La memoria de los niños que fuimos para algunos es un refugio diminuto donde cobijarse ante el miedo, el espanto, de crecer. Uno siempre ha pensado que a la infancia, como dice una canción de Serrat, la mata el tiempo y la ausencia, pero de repente la vida te descubre momentos en los que vuelves a ser sólo tu nombre de pila, sin el peso de tus apellidos, que resumen tu historia familiar, esa historia que en realidad no te pertenece, porque es fruto de gestas o fracasos ajenos, y tú sólo tienes los tuyos, que son de los que debes sentirte orgulloso o decepcionado.
El cofre del ingenio
Leo estos días un tratado sobre filosofía práctica de José Antonio Marina: Elogio y refutación del ingenio (Anagrama). Hace unos cuantos años este libro ejemplar ganó algunos premios que situaron al profesor de secundaria que es Marina entre la estrecha, y no siempre exacta, nómina de filósofos españoles. Esto es: los pensadores que no son considerados tipos raros y herméticos, sino una suerte de sabios a la manera de los antiguos consejeros espirituales. De todos los filósofos que tenemos en España apenas tres o cuatro disfrutan de esta noble condición. El primero es Savater, por supuesto. Después está Eugenio Trías. Y, por lo que parece, el tercero terminará siendo Marina. Existe un gran abismo entre ellos, no cabe duda, pero a ojos del personal los tres cumplen la misma función. Son tipos a los que muchos tenemos por listos. Señal, por otra parte, de que nos conformamos con poco y que no hemos perdido la mala costumbre de encasillar las cosas, como si nos molestase el inevitable desorden de la vida.
El melodrama de los buñuelos de nata
La cosa, en el fondo, no deja de tener gracia. Sobre todo porque ellos nos la presentan como una lacrimosa descomunal. Nuestros queridísimos costumbristas, que siguen dándonos motivos para abandonar el placer íntimo del silencio, andan estos días sumidos en una trágica contradicción. Digamos que padecen una profunda duda ontológica. How deep is your love? En español podríamos formularla así: cómo estar (y al mismo tiempo no estar) en contra de los veladores, esa marea infinita de mesas que ha convertido lo que antes llamábamos Sevilla en una ciudad-abrevadero. No se rían. Se trata de una cuestión seria, metafísica, teológica. Nuestros costumbristas, que aspiran a imponernos su particular canon de vida, su idea de Sevilla y sus traumas de la infancia –en pantalón corto, por supuesto–, hasta el momento eran firmes partidarios de eliminar los veladores de las calles.