¿Dónde están? ¿Se acuerda alguien de ellos? Ni Dios, que debería saberlo todo y, como Funes, el memorioso, el protagonista del inquietante relato de Borges, recordar cada instante. A ellos no los recuerda nadie. Pasaron a la historia, que es el olvido, sepultados por un mar de tinta. Alguien dijo hace cierto tiempo que en los periódicos es donde se está escribiendo la mejor prosa de nuestro tiempo. Se trata de una absoluta falacia. Una opinión interesada. Un ejercicio de vanidad y auto-alabanza. Puede que en el pasado, cada vez más lejano, fuera así: los gacetilleros hacían una valiosa literatura doméstica en los noticieros, pero la falta de perspectiva de ciertos editores hizo que la costumbre pasase a mejor vida. Desde entonces en los periódicos se escribe poco de la vida y en exceso de asuntos oficiales, esa cosa que hemos convenido en llamar actualidad. Con frecuencia, su interés es relativo por no decir nulo.
Archivo de diciembre 2016
‘Black Monday’
Northrop Frye, un crítico literario canadiense, dejó escrito que toda la historia de la ficción puede resumirse siguiendo el camino que discurre desde la mitología al realismo. De la magia a la vulgaridad. Aplicando esta teoría del desplazamiento a nuestra clase política, que es una forma de degradación como otra cualquiera, tenemos la impresión, una semana después de oír los lamentos y contemplar las manipulaciones por la muerte de Rita Barberá, procesada en el Tribunal Supremo por el caso Taula, que nuestros dirigentes prefieren mantenerse encerrados en el territorio de la mitología mientras los gobernados debemos seguir lidiando todos los días con el espanto cotidiano. Para ellos todavía existen los héroes. Especialmente si pertenecen a su círculo de confianza. Para nosotros, en cambio, dejaron de existir cuando descubrimos que la política es igual que la famosa caverna de Platón: el fondo de una cueva donde sólo se proyectan sombras. La auténtica vida, por fortuna, es otra cosa distinta.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
La ley de las mareas
El soberanismo, al que todos los días del año, noches incluidas, consagran sus esfuerzos los nacionalistas –esos seres prístinos a los que guía un desinteresado amor en favor de las hordas patrióticas–, no implica libertad de decisión, sino la elección (relativa) de una variante distinta de dependencia. Se trata de una evidencia: la autonomía teórica deja existir desde el mismo instante en el que todos tenemos que vender nuestro trabajo (a los demás) para sobrevivir. Aquellos incapaces de hacerlo sólo tienen a mano un burdo remedo: venderse al mejor postor. Obviamente, está mal visto pero, si encuentras a un bobo solemne dispuesto a patrocinar tu rendición profesional, la cosa, al menos durante un tiempo, puede incluso llegar a ser rentable.
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Autorretrato
“Yo soy dos y estoy en cada uno de los dos por completo”, escribió San Agustín. Casi todos hemos tenido esa misma sensación alguna vez en la vida. Incluso podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que nos hemos sentido no como dos, sino como infinitos, a la manera de Pessoa, que era un individuo poblado por multitudes, cada una de ellas con un registro lírico distinto. Las personalidades inventadas, las máscaras nominativas, los heterónimos, no son una mera convención literaria. Nos parecen tan reales como el fingimiento, que es lo que nos pasamos media vida haciendo (ante los demás) con un éxito más que dudoso.
El ministro Moranco
El diablo a veces se disfraza de hombre de paz. Lo escribió Dylandécadas antes del Nobel. La frase tiene un hermoso aire bíblico, casi profético. Es exacta. Sobre todo si vamos a hablar del populismo. Los dos grandes partidos que heredaron el espíritu de la Santa Transición –el bipartidismo ha mutado últimamente en un partido único bipolar, con dos cabezas– llevan meses arrojando el término, con toda su carga semántica, en su acepción más despectiva, contra los jacobinos de Podemos, en quienes aprecian los males de la demagogia posmoderna. No les falta razón, pero en nuestros particulares pagos patrióticos el populismo es una costumbre antigua. Como mínimo, la sufrimos desde el siglo XIX, cuya convulsa historia explica, con las lógicas variantes de tiempo y espacio, muchos acontecimientos actuales.
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