Leer, sin ningún género de dudas, es el acto más punk que existe. En un momentum catastrophicum en el que se habla de oídas, las referencias culturales son una forma más de atrezzo, en lugar de fuentes de conocimiento; decir la verdad molesta (especialmente a los mentirosos) y pensar por uno mismo –errores incluidos– se considera una inconveniencia, escribir un elogio de cuatrocientas páginas sobre la lectura, esa forma de vivir pensando, parece un ejercicio de impertinencia. Un soberbio gesto de rebeldía. Y, efectivamente, lo es. Porque escribir sobre un mundo que, según algunos, ha pasado a la historia –y sin embargo es nuestra historia, la de aquellos que seguimos leyendo en contra de los factores ambientales– tiene algo de vocación melancólica, sí, pero también es una manera de resistir, de no dimitir de nosotros mismos. De perdurar, en suma, hasta que el tiempo nos pase por encima. No es pues extraordinario que la reivindicación de la lectura como escuela de educación sentimental, forja del carácter, reconstrucción de uno mismo (algo que, si se ha vivido de verdad, toca hacer con demasiada frecuencia) se enuncie en primera persona del singular.
Las Disidencias en #LetraGlobal.