Un escritor que se precie de serlo tiene alma de ácrata. O, al menos, debería tenerla. Por salud mental, mayormente. Por supervivencia, me atrevo a afirmar. Incluso por afinidad. Pocos consuelos quedan hoy para poder soportar la rutina de la vida moderna, donde todo es consumo, invento fugaz y café americano, que cierta actitud de acracia estética, anarquismo pseudoliterario, esa sana costumbre de mirar las cosas con cierta distancia y saber aplicar el grado exacto de desapasionamiento que necesitan las cosas.
En la paradoja reside la grandeza de este anarquismo literario que uno reclama, igual que en misa, como algo justo y necesario. Porque el Sistema existe: es lo que no cambia, aunque aparente hacerlo. García Calvo, el filósofo, le dedicó hace muchos años un rosario de bellos artículos al Sistema. Los reunió después en un libro en el que analizaba su naturaleza, contaba la reducción material del ser humano y describía algunas torturas y perversiones asumidas por el común de la gente. Son los Avisos para el derrumbe. El catedrático de latín, con sus cinco camisas encima, los publicó en Lucina, su editorial zamorana, un sueño entre azulado y verdoso que le permitió durante años guardar la independencia, e incluso la belleza, de quien se sabe de antemano separado de la gente porque en la trinchera de la sencillez, cuando suenan los sones de la guerra, no hay nadie que quede de pie. No es que García Calvo fuera un ser especial. No. Lo que sucedía es que lo parecía porque los demás –todos– nos hemos ido distanciado de la sencillez que él ejerció hasta el final de sus días, entre cánticos de Aristófanes.
Separarse de la sencillez quiere decir distanciarse de la verdad. Dejar de analizar las cosas de forma personal y aceptar que otros piensen por nosotros. Para pensar con autonomía es necesario querer hacerlo. Y, después, trabajar el desapego. García Calvo usó este método durante toda su vida. En su aparente su locura de sabio tenía la certeza de saber de dónde venimos –que son los clásicos– y presagiaba, con espanto, hacia dónde nos dirigimos, si es que realmente vamos hacia algún sitio. La sensación no se ha atenuado con el tiempo: la vida sigue pareciéndonos, como entonces, un viaje a ninguna parte, hacia el final de la autopista.El último día llegará. Es seguro. Conviene, sin embargo, llegar vacío a la encrucijada, habiendo aprovechado al máximo las horas disponibles. García Calvo nos ayudó, cuando jóvenes, a entender el sinsentido de la vida oficial, donde hay que correr en busca de cosas que no dan la felicidad. En su obra nos explica la causa de este desajuste: sucede el día preciso en el que incurrimos en el error de pensar que acumular cosas es más importante que ser, que es la lección de los viejos griegos, contentos únicamente bajo un olivo con un par de aceitunas y pescado del Egeo.
Los efectos de la lluvia amarilla que es el tiempo –según el libro de Julio Llamazares– son inevitables. Conforme van notándose, al filo de los cuarenta y tantos, caemos en la cuenta de que no somos ni buenos ni malos, ni héroes ni santos. La vida nos obliga a ser ambas cosas en función de las circunstancias. García Calvo destejió por nosotros la maraña de la sociedad, la familia, el trabajo y las instituciones para, si de forma voluntaria, elegimos ser, prepararnos para poder construir nuestro propio retiro, alejados al fin de ese huracán que llamamos el mundo y capaces de reescribir, de forma ya definitiva, la historia que concebimos, hace muchos años, una tarde de primavera, junto a un río mudo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[12 abril 1996]
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