El gran Enrique Lynch, maestro de ensayistas sabios e impertinentes, dejó escrito en un artículo –que es donde se dicen las cosas trascendentes sin que se repare en ellas– que todo lo que un día nos parece trágico, de pronto, se hace cómico. Incluida la muerte. Basta y sobra con que la broma se entienda bien: el humor, en cualquiera de sus formas, exige comprensión, incluyendo esa variante sardónica de la risa que es el nonsense. Sentido e interpretación, decía Lynch, son dos jinetes que cabalgan juntos. La experiencia cómica requiere actitud, predisposición, un espíritu. Las iglesias, sin embargo, proscriben la risa; los inquisidores la sancionan con el fuego de la hoguera y basta ver lo estupendos que se ponen –cuando hablan de sí mismos– los nacionalistas de cualquier laya y condición para caer en la cuenta de que donde el humor no hace acto de presencia rara vez encontraremos inteligencia, aunque pueda haber erudición (inservible), dinero y prosopopeya. Ya se sabe: si un chiste tiene que explicarse, es que no es un buen chiste. Salvo que la broma sea su exégesis.
Las Disidencias en Letra Global.
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