Aullar cuando se ha sobrepasado la cincuentena –la mitad de la vida, mitad que nunca es la mitad, porque la vida nos mata siempre antes– en vez de un mérito supone la constatación de que todavía se padece una inevitable voluntad disidente, personal y ácrata, cosa de la que últimamente vamos andando bastante cortitos. Tan escasos como de buenos escritores contestatarios, que en un determinado momento histórico fueron una degeneración de la literatura ensimismada contra la que ya predicó en vano hace muchas décadas Sartre, al que apodaban el bizco de la rive gauche. Todo quedó en nada. O casi. Muchos de aquellos rebeldes han desaparecido. Otros han engordado.
Resumo el balance de aquella mítica delantera de impertinentes ahora que se cumple el aniversario de aquel movimiento social, contracultural en realidad, hermosamente estéril y deslumbrante que se bautizó –por la vía anáquica, se entiende– con el nombre de generación beat. Todas las generaciones, ya lo sabemos, son una suerte de estafa, un invento comercial. Si además continúan vendiendo su rebeldía juvenil cuando ya han superado la edad de la madurez todavía más. La rebeldía nunca es institucional, sino un espíritu pasajero. El clan de Burroughs, Kerouac y Ginsberg, que se nos presentaron un día de cuerpo presente bajo esta etiqueta, en concreto gracias a los primeros libros de Anagrama que el patriarca Lara llamaba la peste amarilla, porque su coloristas portadas que le robaban clientes, no vendieron demasiado. Lograron esculpir algunos poemas y ciertas novelas iniciáticas pero no fueron un éxito editorial. Rebeldía sí, gracias, pero descafeinada: el mercado de la época no lo permitía, a pesar de que On the road se convirtiera algo después de su publicación en un libro religioso para la generación festiva de los años sesenta.
Su trascendencia, ya que el tiempo los ha mantenido en los renglones de los libros de historia de la literatura, viene más por las implicaciones sociales de sus textos que por su indiscutida calidad literaria, de interés –me temo– más coyuntural que estilístico. Perdurables, lo que se dice perdurables, ninguno posiblemente lo es ni lo será nunca. Todo lo más, Kerouac, que sí logró condensar en una historia de marihuana y delirio todo el espíritu nihilista –vitalista en realidad– que alumbraba a la juventud de su tiempo. Lo hizo como si tocara be-bop, escribiendo literatura como si fraseara un saxofón. Nos dejó un sinfín de palabras contenidas en un inmenso rollo de papel de teletipo que era higiénico en realidad, porque a él le permitió limpiarse de todos sus fantasmas. Algunos todavía releemos de vez en cuando En la carretera con pasión. ¿La razón? La edad y, quizás, el sentimiento compartido de no querer convertirnos en lo que no somos. Todavía nos ocurre.
Al contrario que su colega, Ginsberg estuvo durante mucho tiempo jugando la baza de referente generacional. No murió de cirrosis, sino de viejo, con pinta de profesor progresista de literatura comparada y varios títulos honoríficos de hijo de las letras. Defendió el derecho de los homosexuales a ser quienes son, el budismo y un orientalismo de ocasión fruto del aburrimiento norteamericano, esa sensación de hastío que tan bien resumió Hipólito G. Navarro en ese libro de relatos que tituló El aburrimiento, Lester. “El rock es nuestra poesía”, proclamó. Intentó hacer una poesía que imitase la raíz lírica tradicional –lo que llamaríamos la estrategia del canto– y que, es cierto, dejaba en pañales los intentos poéticos que por aquel entonces se practicaban en la España de los poetas de la tiza.
A Ginsberg, de cuya existencia supe por la contraportada de un disco –el Desire de Dylan– lo respetaron mucho los jóvenes aprendices de poetas, que veían en su figura a un maestro. En cierto sentido lo era, pero más por sus imposturas que por su obra, que jamás logró trascender aquel cañonazo inicial que fue Howl, el aullido con el que empezó todo. Recordarlo ahora, tantos años después, cuando yace muerto, igual que sus socios de generación, es acaso una patología de caracol idealista, la nostalgia de un aburrido lector que ocupa parte de su siempre escaso tiempo rememorando a aquella tropa salvaje que se bebió la vida de golpe, sin llegar a recuperarse del todo de la borrachera. Hubo un tiempo, ya lejano, en el que simbolizaron mejor que nadie el motor secreto de la literatura: la disidencia.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[18 de julio de 1994]
Deja una respuesta