Las guerras más devastadoras que existen son aquellas en las que los dos adversarios en liza coinciden en una única persona: uno mismo. Si la leyenda cuenta que Cervantes concibió El Quijote –ese “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos nunca imaginados de otro alguno”- en la cárcel de la Sevilla del Siglo de Oro, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”, el tratado filosófico más influyente del extraño quicio histórico que separa la Edad Media del Renacimiento se concibió en una celda del Ager Calventienus de la ciudad italiana Pavía, a la espera de un juicio que terminó con una decapitación sangrienta, confirmando así la máxima de que cuando los seres humanos somos felices, vivimos; y cuando nos sentimos desgraciados, filosofamos. El fruto de aquel sufrimiento, olvidado en las densas arenas del tiempo –hablamos del año 523 después de Cristo–, es una obra absolutamente maravillosa compuesta por un cónsul romano caído en desgracia –Boecio– que trata sobre la naturaleza y los caprichos de la diosa Fortuna, esa mujer caprichosa. La editorial Acantilado, en uno de esos gestos que ennoblecen a quien se dedica al maravilloso arte de hacer libros, la recupera ahora íntegra con traducción del latín al cuidado de Eduardo Gil Bera en su colección Cuadernos. No es ni mucho menos un libro desconocido para quienes se hayan preocupado de cultivarse a sí mismos mediante el arte de la lectura, pero si supondrá (para otros) un gozoso descubrimiento. Básicamente porque las preguntas que se hace Boecio son las nuestras: ¿Por qué diablos la felicidad es pasajera? ¿Cómo se explica que medren los mediocres? ¿Cuál es la razón de la existencia? ¿Existe Dios? ¿Somos libres o estamos atados, como los esclavos, al yugo de un arado? ¿Cuál es el origen del mal?
Las Disidencias en #LetraGlobal.
Deja una respuesta