Sucede con frecuencia: cuando buscamos al mito, de repente, nos encontramos al hombre de carne y hueso. El individuo prosaico, antítesis del ser artificial creado por la fama, esa dama tan caprichosa. El idealismo –lo sabemos por experiencia– es una quimera: la vida no es más que un incierto viaje terrestre. Albert Camus, que murió tres años después de conquistar la cumbre –le dieron el Premio Nobel con 44 años–, en un accidente de tráfico bautizado por él mismo, aunque en referencia al deceso del ciclista Fausto Coppi, como “la muerte más idiota”, es el representante de esa extraña forma de literatura vitalista que, en ocasiones, adopta el disfraz de su opuesto: el existencialismo.Su filosofía y su teatro no son más que la expresión de un intenso pálpito vital, siempre en pugna con el peso del hastío. Los grandes hedonistas suelen ser depresivos: saben que vivir implica gozar pero también sufrir. El pensamiento de Camus, deslumbrante, independiente, alejado de los dogmas de su propia generación intelectual, se ha conservado fresco porque no nace de los libros, sino que es fruto directo de la experiencia personal. De días de sol en una playa de África. Está en todos sus libros: sus novelas –El extranjero, La peste–, sus dramas –Calígula, El malentendido, Los justos– y ese ensayo prodigioso que es El hombre rebelde.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
Deja una respuesta