Dublín está escondida en la garganta de una bahía extraña, entre verde y marrón. Justo en la desembocadura del Liffey, el turbio río que divide en dos la ciudad. Un viejo pueblo gaélico transmutado en urbe quieta. Uno se pregunta la razón por la que muchos viajeros sin mapas (esa secta anómala) acostumbran a peregrinar y pasearse por estos pagos tristes al menos una vez cada cinco años para homenajear en privado -los verdaderos reconocimientos deben ser íntimos- a James Joyce, el escritor miope que convirtió a este villorrio en el que tuvo la desgracia de nacer (no se eligen los padres ni las cunas) en un singular territorio literario.
Cuadernos Apátridas
Rumbo al Vesuvio
Existe un lugar en la costa Oeste de ese continente que todavía llamamos Norteamérica, un punto geográfico exacto junto a una bahía llena de pájaros, con algunos riscos pelados, lleno de laderas y lomas, con casas de madera gastada como viejas señoras burguesas tan ajenas al paso del tiempo como hermosas en su propia decadencia, conocido con el nombre español de Ciudad de San Francisco. A muchos el nombre les parece largo y la llaman Frisco.
Nociones de extranjería
Cuando se viaja sin mapas a menudo acontece que el viajero se pierde. El sendero se desdibuja (si es que alguna vez llegó a estar definido) y el caminante queda al arbitrio de la suerte. Del azar. La primera sensación puede ser de desconcierto, de incertidumbre creciente. Incluso de temor. Pero a medida que pase el tiempo, si la realidad es propicia (con frecuencia, además, suele serlo), este sentimiento de inseguridad cósmica se convertirá en un placer extraño, similar al del dolor sublimado. O al del llanto depurador del alma.
Viajar sin mapas
El mito más perdurable de toda la cultura occidental es aquel que nace a partir del acto físico, pero también espiritual, de moverse de un sitio a otro. De partir desde un lugar determinado para llegar a otro distinto, impar y extraño. La actividad que desde los antiguos denominamos viajar, incluida su variante más frecuente: perderse.