Un escritor que se precie de serlo tiene alma de ácrata. O, al menos, debería tenerla. Por salud mental, mayormente. Por supervivencia, me atrevo a afirmar. Incluso por afinidad. Pocos consuelos quedan hoy para poder soportar la rutina de la vida moderna, donde todo es consumo, invento fugaz y café americano, que cierta actitud de acracia estética, anarquismo pseudoliterario, esa sana costumbre de mirar las cosas con cierta distancia y saber aplicar el grado exacto de desapasionamiento que necesitan las cosas.