El esqueleto esencial de estas disidencias son los recuerdos. La memoria. A medida que van pasando los años es más selectiva y frágil, pero sigue contaminada por el vicio de la literatura, por lo que, a estas alturas del sendero, cabe dudar de que se sostengan solas, sin necesidad de un bastón. De ahí que cada cierto tiempo reincidan, como los delincuentes, en los libros de lance, los viejos libros antiguos que, sin ser medievales ni estrictamente clásicos, desaparecieron demasiado pronto de eso que los periodistas llamamos la actualidad.
De la larga lista de olvidos infames hay un escritor que durante lustros padeció el mal de las etiquetas, la condena de los adjetivos despectivos, la maldición del lugar común. Se trata de Baroja, el hombre malo de Itzea. Siendo vasco, difícilmente podía ser un chistoso, al menos a la manera del Mediodía. El carácter del Norte tiene sus ventajas: nos ahorra a los lectores los habituales autoelogios y las gracias de casino. De él dijeron algunos ilustres colegas que no tenía estilo. Y, sin embargo, sus libros son los que mejor han resistido el paso del tiempo de todos los de su generación. Mientras la retórica de inicios del siglo XX ha ido acartonándose, los relatos, las novelas y los deliciosos reportajes barojianos, reunidos en la edición de las obras completas que publicó Galaxia Gutenberg, siguen vivos. Casi como el primer día que vieron el papel en blanco.
Por eso los lectores de Baroja, que nunca estamos de moda, igual que él nunca lo estuvo, pero no dejó de estar nunca al pie del escritorio, nos divertimos cada vez que abrimos una de sus obras, mayores o menores. Especialmente las menores. No es su único mérito: el escritor vasco tiene la rara virtud de hacernos pensar gracias a este recurso –fantástico– de la empatía indirecta. Algunos lo llaman tener malas pulgas. Es cierto que era un catedrático –sin cátedra– del pesimismo, un maestro del escepticismo y de la duda, que son materias que sólo pueden enseñar a los demás aquellos que las profesan con intensidad. Su prosa, es cierto, no era tan deslumbrante como la de Valle-Inclán. El suyo es otro registro.
No quiere iluminar, sino sembrar desconfianza ante la vida, que es la mejor actitud que uno puede adoptar para ser feliz: la resignación pacífica ante las evidencias. Su acracia era sencilla, primaria, descreída. Sus libros están hechos con la ironía que cultivan quienes han sido víctimas del abatimiento sentimental. Su literatura es deliciosa gracias a esta mirada. Y a que no busca la grandilocuencia, sino la exactitud. “Antes me creía un hombre humilde y errante, estaba convencido de ser un dionisiaco. Me sentía impulsado a la turbulencia, al dinamismo, al drama. Naturalmente, era anarquista”, escribe en una especie de declaración de principios que más bien es una breve relación de recuerdos.
Todos ellos, trenzados con naturalidad, dan cuerpo a Juventud, egolatría, uno de mis libros preferidos. Trata sobre la adolescencia y los años tempranos del ogro. Se trata de unas memorias compuestas en la cuarentena, cuando quizás es pronto para hacer memorias y muy tarde para recordar. Suele decirse que cuando uno rebasa las cuatro décadas de vida es cuando la vejez deja de ser una cuestión filosófica para ser un porvenir, quizás todavía lejano, pero más o menos seguro. A esa edad caben dos posturas ante la vida: o joderse con lo que uno ha sido o disfrutar lo que uno es.
Baroja, aunque en apariencia pareciera haber elegido la primera opción, hizo lo segundo: su forma de disfrutar de la vida era escribir en Itzea. No dejó de hacerlo hasta el día postrero en que Hemingway asistió a su sepelio llevado de la mano por Cela. En sus libros la nostalgia no hace daño, ni confunde. Tampoco obliga al lirismo infantil de quienes intentan vencer a la muerte haciendo adornos florales el día del entierro. Baroja no se justifica porque sabe, de antemano, que no sirve para nada. Por eso su literatura sigue tan joven como el primer día. Porque la vida, a pesar de sus variantes, en el fondo siempre tiene el mismo argumento. Nacer, crecer y decir adiós. A ser posible, sin molestar al prójimo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[15 marzo 1996]
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