La historia es generosa en paradojas extraordinarias, como que alguien que toda su vida intentó –sin excesivo éxito– obtener poder y notoriedad, acabe alcanzando ambas cosas y, casi setenta años después de su muerte, por una especie de obstinación, conserve una suerte de inmortalidad, aunque sea debido a la sangre ajena. Es el caso de Gonzalo Queipo de Llano, uno de los militares golpistas que participaron en el alzamiento del 18 de julio de 1936. Ocho décadas después, su figura sigue dividiendo en Andalucía a los partidarios de la memoria histórica y a los herederos de quienes vivieron (entre los vencedores) la Guerra Civil. Tras el traslado de los restos de Franco desde el Valle de los Caídos a Mingorrubio, donde reposan en una tumba del Estado, el enterramiento de Queipo, rival al tiempo que conmilitone del último dictador de todas las Españas, se ha convertido en la postrera anomalía de un tiempo en el que a los asesinos se les daba sepultura con todos los honores públicos, igual que a los antiguos condotieros italianos, en suelo consagrado.
El fantasma de Queipo de Llano
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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