La muerte, esa dama blanca, hija secreta del tiempo y de la mala fortuna que a todos nos alcanza, es la visitante más impertinente que existe. Nunca la esperamos, pero se presenta en nuestra casa sin estar convidada. El día que se anuncia, dejamos de estar. Mientras llega ese momento –una larga espera que puede durar todos los siglos que caben en un segundo– va acorralándonos poco a poco contra la pared de lo irremediable. Es curioso: nos pasamos la vida cambiando (generalmente, sin desearlo) y en la hora final lo que nos parece más terrible de nuestro ocaso es que, a partir de un determinado instante, sabemos que la infinita cadena de transformaciones anímicas –eso es la existencia– se clausura para siempre, petrificando lo que fuimos e impidiéndonos ser distintos. El sendero va estrechándose cada día que pasa para todos. No respeta absolutamente a nadie. Ni siquiera a los más sabios. No hay vida que pueda ser enjuiciada desentendiéndonos de su estación término, del punto final de la rueda. Todo esto es cuento viejo, como diría Günter Grass, pero, igual que la Biblia resume la historia de la humanidad, un único deceso es la muerte de todos los hombres. Sobre el crepúsculo de uno de ellos –Immanuel Kant– escribió en 1827 un perfil biográfico Thomas De Quincey.
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