La vida es como una antigua cinta de cassette. Se llena de polvo, suena mal y, en ocasiones, sobre todo a medida que discurre el tiempo, se sale de sus propios ejes, desparramándose. Y, sin embargo, encierra en su interior algunos tesoros que nos han hecho seguir adelante. En el acelerado proceso de rebobinado al que la crisis actual nos está sometiendo a todos, que es bastante parecido a lo que hacíamos cuando queríamos escuchar otra vez una canción y el mundo todavía era analógico –nunca dejará de serlo, en realidad–, estamos viendo determinadas escenas que, desgraciadamente, se parecen demasiado a la vida de nuestros padres. Incluso de nuestros abuelos.
Es cierto: volvemos a ser un país pobre después del estallido de la burbuja inmobiliaria y de crédito y la orgía de relativismo moral. Lo que nos devuelve la marea a la orilla es la misma espuma sucia de algunas décadas atrás. No demasiadas, pero suficientes para que la hubiéramos olvidado por completo. Hemos pasado de viajar al Caribe a buscar comida entre la basura. De creer que todo era posible –incluso el sueño, siempre lejano, de poder parecernos a Europa– a admitir que no hay salida del laberinto porque sencillamente no hay luz al final del túnel. La oscuridad es permanente.
En este ejercicio de zarandeo general, de centrifugado acelerado, hemos vuelto a ver esta semana cómo un río con forma de arroyo y nombre cervantino –Argamasilla–, vuelve a salirse de su cauce y reclama sus derechos de ejecución hipotecaria como si fuera un banco que hubiera vendido preferentes. Écija, la ciudad de las mil torres, la localidad donde Cervantes pasó algunas de las jornadas de cárcel en las que concibió –que no escribió– a ese hijo avellanado de su ingenio que es El Quijote, ha vuelto sufrir el efecto de una riada bíblica justo cuando en Roma –la urbe de todos los vicios– la conspiración entendida como una de las bellas artes alumbraba a un nuevo pastor, vestido de blanco, para la desorientada grey católica. Unos andaban distraídos a las puertas de Palacio mientras otros, muy lejos de la Ciudad Eterna, trataban de sacar los pies de un barro secular, cercados por una crecida fluvial que nos recuerda no sólo que somos mortales –cosa que ya sabemos–, sino que la tierra no será nuestra, digan lo que digan los notarios, sino de la naturaleza, que siempre vuelve buscar lo que es suyo. En este caso, el territorio.
Se trata de la novena inundación masiva en los últimos tres años. Parecen demasiadas. Tantas que ya no se puede explicar como una desgracia, que también lo es, sino como un fruto de la imprevisión humana, de la dejadez política y de esa costumbre, tan sevillana, de dejar para mañana lo esencial mientras nos distraemos todos los días del año con lo accesorio. La geografía sólo explica una parte de la tempestad de indignación que, cuando arrecia la lluvia, inunda todos los años las calles de Écija. El capítulo esencial de esta historia no está, como algunos quieren hacernos creer, en los partes meteorológicos, sino en los despachos oficiales, donde todavía se hacen honores al gran Larra –vuelva usted mañana– como si todavía anduviéramos en el siglo XIX, a donde, visto lo visto, vamos camino de regresar.
Las crónicas cuentan que los ciudadanos afectados por la riada han sido 20.000, casi la mitad de la población de Écija. Dicen también que las viviendas anegadas superan las 3.000. No sé si estas cifras suman una masa crítica suficiente, como se dice ahora, para que la Junta de Andalucía –que representa a la autonomía testimonial en la que vivimos, una autonomía sin dinero, lo que parece ser una contradicción conceptual– termine de una vez las obras de desvío y encauzamiento del Argamasilla, que en Écija está siendo tan devastador como fue el Tamarguillo, e incluso el Tagarete, en la Sevilla del tardofranquismo.
Debería serlo. No sólo por motivos obvios –el enorme daño que causa a la gente–, sino por una cuestión de mínima coherencia retórica. No puede hacerse un discurso político de defensa de patria alguna –que ya sabemos que no existen– si dejamos que Andalucía se convierta en un lodazal fluvial cada doce meses. Si permitimos que el presente, suficientemente gris todos los días, siga dependiendo del viento.
Es una cuestión de prioridades. De decencia. Lo que sucede todos los años en Écija explica, sin necesidad de tertulianos a sueldo, las razones por las que la ciudadanía se distancia más cada día que pasa de la casta política. En tres décadas largas de autonomía hemos construido un Parlamento sueco –frío y gélido en su belleza–, hemos rehabilitado palacios y edificios para cobijar a un ejército de funcionarios, hemos abierto centros de salud en muchos pueblos donde no existían pero, sin embargo, no hemos atendido muchas de las necesidades perentorias de la gente. La esencial: evitar que vivan con el agua al cuello, condenados a llenarse de barro por un azar perfectamente evitable.
Alguien tendría que sacar en la Junta de Andalucía la cabeza fuera del agua, abandonando por un momento el teatrillo de guiñol en el que se ha convertido casi toda la política patria, para darse cuenta de que, si no se reconduce la situación, si no se atienden las prioridades de las personas, la tempestad que nos cerca por todos sitios puede ahogarnos. A todos. Incluidos a ellos.
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