Uno de los vicios del nacionalismo, que reformula la historia para conseguir sus pretensiones de dominación política, es la apropiación del hecho cultural, esa expresión natural de la libertad. Cuando a una cultura se le añade un adjetivo (geográfico) deja un poco de ser cultura para encerrarse en la mentalidad de aldea, que es aquella que reivindica algo tan azaroso como la identidad que depende del destino o el lugar de nacimiento, en vez de la que procede de los hechos y la voluntad. Esta perversión, sin embargo, gozó de fortuna en el siglo XIX, cuando el Romanticismo, al oponerse a la tradición clásica, consolidó la corriente historicista en el campo de lo que ahora llamaríamos los estudios culturales. Tal paradigma explica que las filologías hayan sido tradicionalmente clasificadas en función del idioma en el que están escritos sus textos y las literaturas se ordenen en base a algo tan poco literario como la idea de patria, como si los libros fueran la traslación de las expresiones de los pueblos en lugar de creaciones individuales. La cultura, sin embargo, es un sistema único, plural y articulado, que nos universaliza a partir de nuestras diferencias. Sirva este exordio para explicar el loable ejercicio de divulgación que hace Sergio Vila-Sanjuán en su libro Otra Cataluña (Destino), donde nos muestra los peligros –y también el empobrecimiento– de considerar la cultura como un instrumento político, siendo como es la suma de las expresiones (emocionales o racionales) de los sujetos.
Las Disidencias del martes en #LetraGlobal.
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