Hubo un tiempo en el que la figura del escritor aún no se había revestido con el terno que el romanticismo y la modernidad le colocaron a la literatura. En aquellas fechas copiar argumentos no implicaba cometer un delito. El plagio no existía. No había propiedad ni derechos de autor. Tomar prestadas ideas ajenas era corriente. Quizás porque todos los asuntos están ya inventados y, en el fondo, quienes nos dedicamos a escribir apenas si ocupamos nuestro tiempo en hacer variaciones de un único tronco. Las historias humanas se reducen siempre a lo mismo: fracasos, viajes, reflexiones, éxtasis imaginativos, amor, dolor, pan y cebolla.
Ni la originalidad ni la inventiva, para qué vamos a engañarnos, han sido nunca la norma en literatura, sino la forma, la estética, la destreza a la hora de actualizar ideas cuya autoría nadie preguntó a nadie durante muchos siglos porque importaba poco. En ese ambiente se escribieron todos los clásicos: los padres de este invento. Ahora los expertos nos cuentan que Shakespeare copió la mayoría de sus obras. Y lo justifican así: sólo era un actor, un hombre de teatro del que se sabe muy poco –ni siquiera puede afirmarse que fuera una persona o varias– y que, por tanto, no podía tener el oficio suficiente para deslumbrarnos con el barro del idioma. Necesariamente –concluyen– debió copiar sus obras. El tiempo y la desmemoria le ayudarían después a consolidar su leyenda, algo nada extraño teniendo en cuenta que era un siervo británico de antes del imperio, amante de conspiraciones y con una reseñable falta de pudor.
¡Menuda novedad! Se sabe desde hace mucho tiempo que los textos shakesperianos son recreaciones de viejos dramas, comedias y esbozos griegos y romanos. Shakespeare acudía a fuentes pretéritas igual que, a su vez, estas fuentes previas recurrieron en su día a otras primigenias. Heráclito y su río es la metáfora de la literatura: un constante devenir. Las discusiones filológicas sobre la cuestión, pues, son bastante absurdas. ¿Era Shakespeare un vulgar copista de textos, un maestro del remake? Sin duda. Aunque esto no invalida ni una línea de su obra.
Como en toda recreación literaria, la mímesis puede serlo tanto de la realidad circundante como de la realidad libresca, que es mucho más reconfortante. El bardo de Avon no hizo más que seguir esta tradición: pegar tijeretazos, componer aquí, deshacer allá, destruir lo antes escrito y añadir bastante de sí mismo, esa impronta canallesca –el teatro nunca ha engendrado ciudadanos ejemplares–, a sus obras. El resultado es conocido: los mejores textos dramáticos que existen, con permiso de don Ramón del Valle Inclán.
Romeo y Julieta y La Tempestad nos siguen emocionando con independencia de quien fuera el primer inventor de su trama. Su gran mérito no está en su argumento sino en su estilo, su estructura, su reinvención. La obsesión contemporánea con la figura del autor, que lleva a algunos a valorar los textos por su firma más que por su armazón literario, es un mal de estos tiempos mercantilistas, una disfunción que hace que tu nombre valga más que tu trabajo, que en literatura no es más que tu obra. Examinar a Shakespeare a estas alturas resulta ridículo. Shakespeare no cabe en los estrechos límites de la autoría convencional. Es mucho más: un estado de ánimo, un universo, el milagro de la retórica como magia invencible.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[3 febrero 1995]
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