Se murió. Se nos murió. Se le murió a su familia, a la Corona, a los españoles, a la ministra del ramo, que lloraba a moco tendido, a los discípulos de Ortega y a los chicos de la Revista de Occidente, tan nombrada como escasamente leída. Chacel, la abuelita de las letras españolas, se largó de repente: en medio de homenajes emotivos, recuerdos y desagravios que pretendían borrar, aunque fuera tan a destiempo, la ignorancia que la emparedó desde que volvió del exilio, ese horizonte donde el vino es agrio y los recuerdos son duros, punzantes y, sobre todo, irrecuperables.
No he leído ninguna de las grandes obras de Chacel. Sólo algunos textos sueltos, artículos y escritos de ocasión, como esos que a veces pedimos los periódicos para resolver, a toda prisa, algún cuadernillo cultural. Confieso mi ignorancia sobre la calidad obra de la gran abuelita, junto a Ana María Matute, de las letras españolas. Lo de abuelita no es ironía, sino mera descripción: así es como la recuerdo en sus últimas intervenciones públicas, cuando le preguntaban cómo pensó en mezclar a Ortega con Proust. Casi nada. Hay quienes han descalificado sus libros porque –dicen– no escribió novelas con las tripas, con garra, con el desenfreno –supuesto– de una vida desordenada. Otros, en cambio, la alaban por saber esculpir una prosa excelente sin moverse de la mesa camilla de su casa, ese universo en el que los metódicos prosistas sedentarios encuentran –ellos sabrán el motivo– más peligros y avatares que en la jungla.
Ante la imposibilidad de posicionarme en alguno de estos dos bandos, sólo puedo mostrar sorpresa por el repentino acuerdo al que tan tarde han llegado los prohombres y proféminas de la cultural oficial, la de los pasillos. Y es que a todos les ha entrado de repente mucha pena y muchas ganas de hacer un desagravio a una escritora a la que hasta ayer sólo conocían por su apariencia de mujer tranquila o la última y desagradable polémica que mantuvo con Umbral, que la llamó “tortillera” y se encontró con que Chacel le vino a decir que era un perfecto imbécil. Lo hizo con extrema educación, como requerían las circunstancias. Digo que a todos los sectores culturales oficiales les ha dado la obsesión por homenajear a Chacel después de muerta. Y les ha dado con una intensidad inversamente proporcional al conocimiento de su obra y recurriendo –como siempre– a esas frases hechas que hablan de la irreparable pérdida que su marcha supone para las letras patrias. Todas las intervenciones han concluido más o menos así: “Tendríamos que haberle dado el Cervantes”.
El argumento, sobre todo si es post mortem, resulta algo embarazoso. Quienes al día siguiente de su deceso lamentaban no haberle otorgado este galardón son los que, antes de que el Rey fuera visitarla al hospital, la ignoraban con contumacia hispánica. De repente, ¡oh maravilla!, todos se han lanzado al unísono a pedir un premio que ya es un regalo imposible. Utilizar un reconocimiento como el Cervantes para lavar los pecados propios denota dos cuestiones: los prebostes de la cultura no valoran la importancia del galardón y sólo entienden la literatura como un género menor de las crónicas de sociedad. Chacel no va a pasar a la historia como una escritora que no consiguió el Cervantes por la injusticia de sus coetáneos. No es la única: Cervantes murió sin el Cervantes, Valle Inclán murió sin el Cervantes y Quevedo murió sin el Cervantes, que lógicamente no existía en sus respectivos tiempos. Otros escritores, en cambio, han sido premiados aunque sus libros no valgan lo suficiente. A los premios, a todos, conviene ponerlos en cuarentena. La literatura nunca ha sido cosa de premios, sino de libros. Chacel no ganó premios pero sí escribió los libros que quiso. Parece suficiente para justificar una vida.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[18 de agosto de 1994]
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