Los políticos indígenas acostumbran a otorgar una trascendencia ridícula a los cambios internos que acometen dentro de sus equipos de gobierno. Sobre todo cuando se aproxima una fecha electoral. El tono enfático que usan para comunicar(nos) sus movimientos de peones, que describen como si fueran generales antes de librar la batalla de Waterloo, contrasta con el hecho -indiscutible- de que a los ciudadanos las alineaciones de concejales, que no son precisamente planetarias, les importan mayormente una higa. Lo cual es un evidente síntoma de inteligencia colectiva, aunque sea por la vía de la famosa gramática parda: lo que hay que exigirle a un político es que no nos robe (mucho) y que su gestión tenga algunos resultados. Con eso, tan difícil, bastaría. De quienes se acompañe es su problema; no el nuestro.
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