“La escritura fue el salvoconducto para acceder a mi imaginación, alcanzar la inspiración y, en última instancia, llegar a Dios”. El autor de estas palabras no es un místico ni un profeta. Es un músico que comenzó militando en el punk más silvestre y periférico –No future– y que, desde hace ya un cuarto de siglo, se ha convertido en el último artista sagrado del rock, un género que todavía guarda la venerable vocación de no renunciar a su condición de arte mayor. Nicholas Edward Cave (1957), australiano afincado hace años al Sur de la Gran Bretaña –en la mítica ciudad de Brighton–, describía así en 1999, en el marco de una conferencia en el South Bank Center –La vida secreta de la canción de amor–, la importancia que el lenguaje tiene en su concepción del arte, atravesada por la omnipresencia de la violencia, el dolor y la voluntad de redención. Cave enunciaba una sensación atávica: ante la muerte, que es una de las escasas certezas de esta vida, probablemente la única, el hombre no tiene más refugio que el consuelo de las palabras.
Las Disidencias en Letra Global.