Cuesta respirar. El oxígeno es un bien tan preciado como inexistente. A más de 3.500 metros de altura, donde algunos creen que reside uno de los atributos de la pureza, la vida se hace mucho más sencilla y simple: la felicidad consiste en respirar, sentir que el estómago está quieto en su sitio y poder caminar sin ahogarse a cada paso. Una gesta épica. El paraíso no es un lugar, sino la victoria de sobrevivir a las trampas que te tiende tu propio cuerpo. Al contrario de lo que ocurre en las regiones selváticas, que en la joven república del Perú ocupan buena parte del territorio situado al Norte, los Andes tienen una belleza más pura que no deja de ser –a su manera– agreste.
Cuadernos Apátridas
Apostasías íntimas
Montevideo es la única ciudad del mundo en la que los ricos viven en los pantanos y los pobres en los cerros. Por lo general, ocurre todo lo contrario: los potentados, en cualquier geografía, buscan el dominio, la altura, la sensación de conquista, siquiera simbólica, sobre los demás. Los derrotados, los humildes, esa gente que todavía es capaz de reír y llorar de verdad, a pecho, inundándose de llanto, no porque lo aconseje la costumbre o el protocolo familiar, tienen que contentarse con levantar sus cabañas entre el lodo y el cieno. Abajo. En las simas de América.
El Sur que siempre es Norte
¿Qué quieren que les cuente, locos? Cuando se viaja sin mapas acontecen cosas: uno se pierde (en eso consiste viajar) y, una vez se encuentra, o casi, solo en mitad del mundo, por fin sin ataduras ciertas, acaso no tenga demasiadas ganas de volver de nuevo a lo de siempre, de regresar a la rutina, ese animal sordo que acostumbra a devorar cualquier sueño de libertad, que siempre es desordenado, esa bestia que siempre nos deja con la misma sensación que se tiene después de haber salido de un banquete religioso, burgués, justo y civilizado. Detallista. Estiloso, incluso. Agradable a medias.
Pero del que sales con tan buen sabor de boca como demasiada hambre. Tanta que, ya en la calle, al pensarlo, le pegas sin querer una dentellada al aire, como si así pudieras morder la vida, arrancarle un trozo al futuro, que ya sabemos que no está donde solía, en su sitio, y que puede que también se haya marchado de viaje para no volver nunca más. Con el tiempo descubrirás que este mismo gesto reflejo, que haces desde pequeño cada vez que te sientes encajonado, limitado y atado, es absolutamente vano. Es la vida la que te va a tirar dentelladas a ti. En concreto, a tu cuello.
Interiores oscuros
El viajero ha estado algunas semanas desaparecido. Pensando en Rusia. En el frío. Cuando el calor se torna tan demencial, inevitablemente, hay que evadirse con el placer, desgraciadamente siempre teórico, de los inviernos suaves de la estepa, que en realidad son los largos veranos rusos, de lunas y de espanto. Parecidos a esos momentos de la infancia en los que uno todavía pensaba que el futuro estaba en su sitio, quieto, tranquilo, esperando a que uno llegase a buscarlo. Después es cuando se descubre que el futuro también viaja. Y que nunca podrás atraparlo.
Tardes en el Hipódromo
Los Ángeles es una ciudad extraña. En realidad, no es una ciudad. Tan sólo es un horizonte. Una suma de urbes distintas, dispersas, difusas. Dispares. Como un maizal roto en mitad de ninguna parte. La mayor parte de la gente, sobre todo los que viajan haciendo turismo convencional, todavía relacionan el nombre del lugar, al que se llega después de atravesar en coche varios desiertos sucesivos, con uno de sus célebres mitos (Hollywood) y con el supuesto glamour asociado al mundo del cine, esa impostura mayestática. La industria del cine ha construido en apenas un siglo largo un imaginario tan poderoso que la ficción –el cine, en sus comienzos, caso fue una fábrica de sueños; ahora sólo es una factoría de dólares– ha terminado robándole su verdadero asiento a la realidad, convertida a ojos de la mayoría en un paisaje casi inverosímil. La ciudad real no es la que existe, sino la que se imagina en las películas.