El 23 de julio de 1981, un (entonces) enjuto joven vestido de negro, armado con una Fender Telecaster, de apellido Urrutia (Jaime), se acercó al micrófono del escenario de la sala Rock-Ola de Madrid: “¡Hola, buenas noches! Somos Gabinete Caligari y somos fascistas”. Aquella frase retumbó en el local como un disparo, trastocando la fiesta –era la víspera del concierto– y sumiendo a la multitud en el asombro. Era falsa, pero encerraba una oscura verdad: no cabe concebir nada más escandaloso que la ruptura súbita del decoro. En España, recién salida del erial sangriento del franquismo, y todavía pendiente de transitar la dudosa luz de una democracia concedida (no conquistada), celebrar a los fascidi combattimento –la violenta milicia política de Mussolini creada en 1919– era toda una provocación.
El gesto, sin embargo, distaba de ser algo nuevo. Recordaba vagamente a la fiera actitud de los decadentes poetas simbolistas franceses –la monarquía sin reino de Baudelaire y Rimbaud– que exigía épater le bourgeois. Los niños bien de la Movida, muchos de ellos hijos de los vencedores de la Guerra Civil, burguesitos con vagas devociones comunistas, acaso por aquello de matar (simbólicamente) a sus padres, no entendían nada: aquellos iguales defendían los toros y las banderas de sus progenitores. ¿Qué mierda les pasaba?
Las Disidencias en Letra Global.