A Dios, que me cae (también) muy simpático.
¿Se acuerda alguien de Enrique Jardiel Poncela? No, ¿verdad? Pues deberían acordarse. Lo digo mayormente no por sus hilarantes obras de teatro, a las que se dedicó durante la última etapa de su vida, sino por su desconocida faceta como novelista; afición, oficio más bien, bastante desconocido en su caso y por el que merecería haber pasado con algo más de gloria de la que, con cuentagotas, conceden los antólogos al libro grande de la literatura nacional. La figura de Jardiel, humorista de clavicordio, pianista ejemplar de las teclas de la risa, padece desde el novecentismo las consecuencias de una especie de edicto que en su momento lo condenó a quedar encuadrado en ese capítulo anecdótico que los profesores de literatura incluyen en los manuales universitarios.