A Dios, que me cae (también) muy simpático.
¿Se acuerda alguien de Enrique Jardiel Poncela? No, ¿verdad? Pues deberían acordarse. Lo digo mayormente no por sus hilarantes obras de teatro, a las que se dedicó durante la última etapa de su vida, sino por su desconocida faceta como novelista; afición, oficio más bien, bastante desconocido en su caso y por el que merecería haber pasado con algo más de gloria de la que, con cuentagotas, conceden los antólogos al libro grande de la literatura nacional. La figura de Jardiel, humorista de clavicordio, pianista ejemplar de las teclas de la risa, padece desde el novecentismo las consecuencias de una especie de edicto que en su momento lo condenó a quedar encuadrado en ese capítulo anecdótico que los profesores de literatura incluyen en los manuales universitarios.
A Jardiel siempre se le vio como un tipo apropiado para rellenar los párrafos intermedios de los manuales dedicados a los literatos locuelos, peculiares, llamativos. O sea: aquellos que aunque no llegaron a alcanzar en vida un éxito masivo de crítica o de público, sin embargo, siguieron dedicándose, castigándose, distrayéndose con el noble arte de juntar letras. Dadas todas estas advertencias podrían parecer claras las razones por las cuales nadie se acuerda, y mucho menos escribe, sobre Poncela: sólo era un tipo ingenioso que no fue capaz de escribir una novela de verdadera trascendencia estética. Pues no: las cosas no son exactamente así. Las razones básicas por las cuales fue arrinconado y apartado con el mero cartel de escritor humorístico, como si la ironía, el humor absurdo y las chafarrinadas no fueran ingredientes, quizás los más difíciles, de la buena prosa satírica, género literario de raíz clásica, son otras.
El encajonamiento de Poncela no obedeció a motivos estrictamente literarios, sino a su condición de escritor de derechas. Y eso, ya se sabe, para los intelectuales del progresismo es un elemento sustancial para entrar en el canon literario. Con su pan se lo coman. Jardiel, es cierto, no creía en el dogma de la igualdad y, tras la guerra, apostó por el bando franquista. Cometió dos pecados imperdonables que nada tienen que ver con su obra literaria, pero que condicionaron su valoración pública. Poncela era una oveja descarriada: al parecer sólo tenía sitio, y con reparos, dentro del apartado teatral, variante costumbrista.
En las últimas semanas he leído con inmenso placer La tournée de Dios, la última novela que perpetró antes de dedicarse por completo a las tablas dramáticas. En ella narra la gira que Dios, el Altísimo, el Supremo Hacedor, hace por Getafe. Han leído ustedes bien: Dios baja a la tierra en Getafe. Llega como un tipo normal, coge un tren, se hospeda en una pensión y se niega a realizar los milagros que la gente le demanda sin cesar. Por supuesto, acaba desilusionado de su propia creación: el género humano, que ante la falta de milagros a la carta decide abandonarlo igual que un pobre. A Jardiel le pasó igual que al Supremo Hacedor: terminó desilusionando a quienes querían que tuviera unas ideas que él no profesaba. Le marginaron por no ser igual que los progresistas que se creen en posesión de la verdad. Si el humor nos enseña algo es que la verdad no existe. No saben lo que se perdieron.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[25 de julio de 1994]
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