La prosa epistolar, igual que la que se cincela a golpe de ejercicios memorialísticos, tiene una naturaleza fragmentaria que constituye parte de su irresistible encanto. Lo que se escribe y se lee en dosis mínimas, a veces, es mucho más ameno que los discursos de largo aliento, los tratados sobre las pasiones y las armonías narrativas cuya elaboración requiere años y provoca más problemas de los necesarios; el principal, la pérdida de tiempo. Es la virtud de lo breve: los pequeños bocados resultan más deliciosos que los pasteles pantagruélicos, de los que se espera mucho y, cuando no lo dan, se sufren en demasía.
Digo todo esto después de haber releído La tregua, la novela de Mario Benedetti, el poeta de los Inventarios, maestro de las consonantes germinadas, un escritor sencillo cuya mayor virtud es esa llaneza expresiva que sólo se obtiene trabajando como un auténtico galeote. No es un libro actual. Ni reciente, siquiera. Se publicó en 1960, cuando el famoso boom latinoamericano empezaba a incubar sus obras mayores. Cuando entonces, que diría mi admiradísimo Onetti, primaban en las letras patrias –que son las del idioma, nuestra única patria cierta– las narraciones fantástico-festivas, casi epifánicas. Este epistolario sincero, que es un dietario de vulgaridades, desentonaba. Mala cosa cuando la literatura sólo es cuestión de apariencias.
La tregua cuenta la vida de un oscuro contable, que es la rutina existencial, llena de grisura, repetición y cansancio, de todos nosotros, que en algún momento exacto de nuestra vida hemos sido, o somos, o nos sentimos, como ese contador frustrado al que los sueños se le han hecho añicos. La atmósfera es plomiza, densa, como las tardes de lluvia de Montevideo, el paraíso de los espíritus tristes. Narra una historia de amor crepuscular en los tiempos de la jubilación: la de un hombre cuya vida completa ha sido un desperdicio hasta que en su interior se desata una llama reprimida durante décadas.
La estructura es de dietario, una forma indirecta de narración basada en anotaciones e impresiones, válida para la subjetividad que siempre se abre paso frente al mar de los días. Es una pieza confesional dedicada a las miserias propias, que son las más universales. “Hoy fue un día feliz, sólo rutina”, es la oración recurrente del protagonista, que comete el inmenso error –imperdonable en su caso– de dejar de mirar los números de la contaduría para dedicarse a contemplarse a sí mismo. Un oficinista es un hombre atado a una silla, que encanece, se hace viejo y habita dentro del falso orden de la burocracia. Un cadáver vivo que espera su propio final y para el que la liturgia de un enamoramiento –algo tan carnal– es apenas un intermedio en mitad del hastío. El libro se abre con una cita del Altazor de Huidobro, mi poeta preferido para las caídas metafóricas.
“Mi mano derecha es una golondrina/mi mano izquierda es un ciprés/mi cabeza por delante es un señor vivo/ Y por detrás es un señor muerto”.
No se la pierdan si les gusta ese sufrimiento exquisito que se llama melancolía.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[26 mayo 1995]
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