La Historia universal –escribió Borges– puede condensarse en la peripecia de un solo hombre, que en su destino singular encierra –incluso aunque no lo haya deseado– el devenir completo de la humanidad. El futuro del periodismo, esa actividad (prosaica) que consiste en relatarle a otros las cosas que suceden, para dotar de un sentido al caos sucesivo de los días que pasan, antes de que los historiadores midan el peso estricto de los hechos, que son los metales sagrados con los que se fabrica la aleación de la posteridad, puede simbolizarse del mismo modo –por contraste con el tiempo presente– en el retorno al formato clásico del libro como alternativa a las páginas de los diarios (ahora digitales) que desde el siglo XVIII han sido el cuenco editorial donde vertían su artesanía cotidiana los escritores de periódicos. Uno de los síntomas más expresivos del cambio cultural que vivimos en nuestra época es la disolución material del periódico. Un objeto intelectual nacido gracias a la transformación con fines comerciales del noble arte epistolar y referente –junto al ensayo– del denominado cuarto género, que surgió –sin pedir licencia ni permiso– al margen de la tríada aristotélica (epopeya, lírica y tragedia) y donde todavía cohabitan los modos y las formas (bastardas) de la literatura de ideas. El éxito del invento fue tan colosal que el recipiente –la publicación periódica– terminaría por darle nombre al oficio y también a sus menesterosos profesionales.
Las Disidencias en la Revista de Occidente.