La última vez que estuve en París buscaba a una persona que se llamaba igual que yo. Idéntico nombre, edad aproximada y un rostro similar. La búsqueda se había iniciado, muchos años antes, al Sur, muy cerca de África. Y terminó, con el pretexto de unas vacaciones de invierno, en la capital francesa, que entonces me pareció gigantesca, más inmensa e inabarcable que la primera vez que la pisé. París ha sido desde entonces un refugio recurrente, el espacio de la búsqueda. Uno se escapa a sus calles en cuanto tiene ocasión y el dinero –ese capricho que gobierna nuestro destino– lo permite. Como mínimo, una vez cada bienio. Siempre se regresa con la misma satisfacción: el placer renovado de que los sueños, pese a todas las evidencias, todavía son posibles.
En estas escapadas nunca me he topado con mi gemelo, del que se dice que sigue vagando, siguiendo una ruta secreta de librerías de lance, por los muelles del Sena. Tiene suerte: su destino perpetuo es habitar ciertos cafés, descansar en los bancos públicos de determinados bulevares y alimentar a las palomas, el animal preferido de los solitarios. Uno, que está acostumbrado desde hace años a viajar sin mapas, bien porque los memoriza antes de la partida, bien porque siempre es mejor dejar que sea el azar el que guíe los pasos del viajero, sabe que los lugares que se conocen de verdad, aquellos a los que volvemos con demasiada frecuencia gracias a la imaginación, nunca aparecen en las guías. En ellas falta todo lo que los convierte en trascendentes: principalmente el alma que dejamos abandonada en una esquina secundaria. La mía está difuminada, convertida en fragmentos que vagan, por ciertas calles de París, algunos conventillos de Buenos Aires, las terrazas más altas de la Habana Vieja y algunas estampas en sepia de Londres y Nueva York, donde uno ha vivido ese instante efímero que a veces confundimos con la eternidad, el tiempo detenido que sobrevivirá a nuestra propia muerte.
A veces se tiene la debilidad de ir a recuperar el alma abandonada en esos sitios –nuestros espacios secretos– sin caer en la cuenta de que, cuando llegamos a ellos, nuestra vida de entonces se ha esfumado sin remedio. Entonces sólo nos queda el vano consuelo de la evocación –íntima, por supuesto; lo contrario es un vicio indígena– que es lo que encontramos sin dificultad en ciertos libros. De París, por ejemplo, conservamos con cariño el excepcional tratado de miniaturas que Josep Pla tituló, renunciando a las metáforas, Notas sobre París (Destino). Un monumento al prosaísmo. El escritor ampurdanés no nos ofrece en sus páginas maravillas retóricas, tan frecuentes en la extensa estirpe de la literatura parisina, sino apenas una serie de cuadros personales, subjetivos, que es justamente lo que en otro tiempo cada día más lejano perdimos en esos mismos espacios. Los textos, episódicos, están datados en los años veinte del pasado siglo XX. Forman parte de la inmensa obra periodística de Pla, que decía ser sólo un payés que escribía. En concreto, son las crónicas y artículos publicados en el periódico barcelonés La Publicitat.
El Pla que los escribió no era todavía del señor Pla. Sólo era un muchacho que llegó a París con la curiosidad inherente a su oficio, sumada a la propia de su edad. Bajo su mirada humilde aparece una ciudad donde las cosas todavía no parecen haber cambiado mucho. El reportero retrata un París que no se había uniformado y que aún conservaba su singularidad de siglos previos. El escritor no se fija en los monumentos, describe sensaciones. Nos habla del frío, de los inviernos crueles, de la primavera florida a orillas del Sena, de la gastronomía –el vicio de cualquier buen francés–, el vino, los valores de la bolsa literaria –la ascensión de Valery o Proust, que convirtió la novela moderna en toda una señora– o de una visita fugaz a casa de Pablo Picasso, al que el periodista catalán llega gracias a un intermediario con la intención –algo adolescente– de hacerle una entrevista, aunque sea “informal”.
“Es de las escasas personas” –escribe Pla refiriéndose al pintor malagueño– “que alcanzada una determinada situación social, el triunfo o la gloria, o como se llame, no ha abandonado sus originarias actitudes extremas. Y es que cualquier triunfo no genera más que mediocridad”. Pla es nuestro voyeur perfecto: mira, escruta, devora la ciudad, haciéndola suya, desde la extrañeza inocente. Con él uno aprendió que, cuando se pisan las calles donde otros han triunfado, si se es pobre y escritor, no hay más remedio que ser individualista. Y contemplar los palacios desde las aceras, sin aspirar a conquistarlos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[2 Mayo 1997]
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