Montevideo es la única ciudad del mundo en la que los ricos viven en los pantanos y los pobres en los cerros. Por lo general, ocurre todo lo contrario: los potentados, en cualquier geografía, buscan el dominio, la altura, la sensación de conquista, siquiera simbólica, sobre los demás. Los derrotados, los humildes, esa gente que todavía es capaz de reír y llorar de verdad, a pecho, inundándose de llanto, no porque lo aconseje la costumbre o el protocolo familiar, tienen que contentarse con levantar sus cabañas entre el lodo y el cieno. Abajo. En las simas de América.
Allá no sucede igual. Al cerro, desde el que se domina toda la ciudad y el mar, desde donde se ven los edificios modernos y el puerto desgajado, como otro mundo, las viejas factorías conserveras, los bosques siempre húmedos, las primeras industrias de la tecnología del frío, debe subirse con cierta precaución. Nunca se sabe qué puede ocurrirle a uno en ciertos barrios.
Viniendo de Piriópolis y las otras ciudades balneario de la patria (Punta Colorado, Punta Fría, Manantiales), donde el viajero sin mapas alguna vez se ha perdido con gusto en busca de faros solitarios que permitan encontrar algún punto de luz en mitad de la oscuridad, pueden atisbarse las mansiones de la clases emergentes, situadas junto a las zonas más próximas a los pantanos, que se adivinan infectos, aunque acaso no lo sean aunque estén tan cerca de la turbia desembocadura del Río de la Plata.
No sé explicar el motivo. Pero así pasa. Los taxistas, esos sabios de la calle, lo cuentan con honda resignación, la misma que usan para enfrentarse a diario a la ciudad gris más amable del orbe: los montevideanos son esa raza, como decía Benedetti, el poeta, que se da muy poca importancia. Debe ser por estar cercados por países que son casi como continentes. Están vacunados contra cualquier tipo de soberbia. A lo largo de su historia han sido tan poco que terminaron siendo demasiado: ellos mismos.
Su tesoro secreto es estar siempre alegremente tristes: cuando te han quitado todo, sólo te queda mejorar, te acostumbras a lo que tienes sin necesitar mucho más. A ellos les arrebataron las expectativas, el territorio, los ríos, la risa, la fama de ser los que crearon el tango, Gardel, la alegría, dice que también el bife y, por supuestos, la vieja Colonia Sacramento, desde la que se puede darse un salto acuático en dirección a Buenos Aires. A todo esto han sobrevivido. De todo han salido aprendiendo la misma lección: la vida hay que festejarla con tristeza por el mero hecho de acontecer. Con eso basta. Y sobra. Uruguay es por eso una república menor. Casi como un ensayo de país.
La poesía empieza por el nombre de la patria: República Oriental. Sigue con un estadio de fútbol que no es como los de ahora. El de Montevideo es ingenuo, infantil casi, de puro hormigón armado. Un coliseo de los años treinta, cuando todo era mucho más diminuto. Todavía está en uso. Es uno de sus grandes monumentos doméstico. Incluso para aquellos a los que, como el viajero, no les interesa el balompié. Otros monumentos son casi anónimos, como la cadena de cafeterías con el nombre más sorprendente del mundo: La Pasiva. Una institución de las tertulias y los sandwiches con queso y café con leche.
Todo es sencillo, sin épica. Humano. Del fuerte original que dio origen a la ciudad queda poco. Los construyeron los españoles para protegerse los portugueses. Una guerra ibérica al otro lado del mar. Montevideo es ideal para las renuncias. Para el ejercicio íntimo de la apostasía. Por sus alcantarillas, anchas como el mundo, podría desaparecer hasta un caballo, no digamos ya un hombre solo.
Estuvo muy cerca de pasarle al gran poeta de la ciudad, que nunca escribió un poema: Onetti. Todas sus novelas son como versos imperfectos y, justo por eso, deslumbrantes. Sobre todo sus títulos, que inventariaba mientras se tomaba un whisky solo con hielo, después de haber leído alguna novela de detectives. Es un escritor difícil. Para algunos, antipático. Un hombre en el que la ternura nunca degeneró en lo sentimental. Su Montevideo se llama de otra manera: Santa María. Metáfora de una América nada milonguera, donde la gente vive atada a sus propias derrotas.
Allí el éxito no es administrar un negocio de éxito, sino evitar que un astillero se venga abajo o fundar un prostíbulo para dar auxilio social a las gentes que pierden todos los días sus vida sen los muelles. Ya lo hemos dicho: con poco, basta. Es inútil buscar Santa María en Montevideo. Y, sin embargo, está por todas partes.
Al viajero Onetti le enseñó esto y muchas otras cosas. Por ejemplo, que “un viejo no es uno que fue joven, sino alguien distinto ya, sin unión con su adolescencia”. O que detrás de la rebeldía, tan querida, también existen “artículos de fe, prejuicios, burguesía”. Y que “detrás de todas las relaciones humanas, todas las amistades, en realidad no hay más motivo que el miedo”. El pánico a lo irremediable, que es estar solos. Decía Onetti que lo único razonable que se puede hacer en la vida es fracasar. Tenía razón. El éxito es una cojudez que sólo le sucede a los impostores.
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