La hagiografía es, sin duda, el código más sencillo de todas las variantes del género literario de la biografía, que en teoría –existen excepciones a esta regla; algunas excelentes, otras mediocres– debe ser el relato fidedigno de la vida de un individuo insertada en el continuum de su tiempo. Por lo general, se supone que esta clase de libros tratan sobre los avatares de un personaje real y concreto. Pero esto, como es sabido, únicamente es una simple convención: cualquier vida, sobre todo aquella que nos cuenta su actor principal, no puede ser más que una obra de ficción o, en el más optimista de los casos, un ejercicio de realismo selectivo, como ya demostró Marcelo Schwob en sus Vidas imaginarias (1896), en cuyo prefacio proclama que tanto la existencia de Shakespeare como la de un comediante de segunda, incluso de tercera categoría, tienen idéntico interés para un biógrafo. Todo depende de cómo se cuenten.
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