No deja de ser un hecho irónico, al tiempo que una seria advertencia, que el tormentoso tránsito entre la república y el principado romano, que conservó el alto teatrum del Senado a cambio de concentrar todo el poder imperial en la dinastía sucesiva de Césares de la primitiva gens Iulia, pusiera punto y final categórico a las interminables guerras civiles que durante catorce largos años precedieron a la entronización definitiva del Pontifex Maximus. El mensaje, sin duda alguna, es inquietante: una asamblea colectiva, aunque de raíz patricia y elitista, que comenzó teniendo treinta miembros, más tarde creció hasta alcanzar los trescientos sillones y acabaría con novecientos, no fue capaz de evitar las sangrientas discordias entre los propios romanos, al contrario que el absolutismo, que trajo una aparente paz (institucional) aunque no pusiera fin a la violencia política, entreverada desde entonces con sórdidas disputas familiares. Los ilustres julios continuaron matándose entre sí durante mucho tiempo –ya fuera con un golpe de daga o mediante el sutil arte de los venenos–, pero las dimensiones políticas de estos conflictos, sin dejar de ser trascendentes en términos históricos, jamás volvieron a provocar la intensa desestabilización de los tiempos previos.
Las Disidencias en The Objective.