Una creencia no es más que una línea del tiempo que se mantiene recta y continua desde un principio, por lo general incierto, hasta un inevitable final de trayecto. Alfa y Omega, primera y postrera letra del venerable alfabeto griego y una de las múltiples denominaciones de Cristo en ciertas versiones del Apocalipsis de San Juan. “El origen y el final mismo de todas las cosas que son, fueron y serán”. La fórmula también sirve como metáfora del itinerario vital que se abre con el nacimiento y se cierra con la muerte, cuyos registros –como en alguna ocasión ponderase Josep Pla– administra y custodia la Iglesia a través de su red de parroquias, cuya capilaridad en cualquier territorio es bastante superior a la de muchísimos Estados. ¿Cómo es posible que una facción herética del judaísmo practicada por los misteriosos esenios, defensores del pobrismo, se convirtiera primero en la alternativa al paganismo grecolatino, más tarde se aposentase sobre las ruinas del imperio romano y, al cabo, se convirtiera en la religión mayoritaria y en la cultura común de todo eso que (todavía) llamamos Europa?
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