“Cuatro, dijo el Jaguar”. No hay personaje como el Jaguar: sucio, lascivo, totalitario, humano, demasiado humano, depredador y deslumbrante. Al Jaguar este año le han dado el Cervantes. Lo han incluido en la nómina de los escritores mayúsculos en español, en la lista de los padres indiscutibles, los dueños del idioma, que siempre son los escritores, no los académicos.
Ya lo decía Julio Camba: la condición principal para que a uno lo nombren académico es que nadie lea sus libros.
Dicho de otra forma: que tus libros se conozcan por todos pero, por esa misma razón, sean ignorados por completo. La ignorancia siempre es una forma de lectura invertida. Por eso muchos intelectuales tienen por inapelables, y en consecuencia completamente inservibles, los nombramientos de la Real Academia, en cuyos muros orinaban en su tiempo los famosos poetas de vanguardia. Vargas Llosa es el Jaguar de nuestras letras hispánicas, el mejor novelista que ha dado el idioma en mucho tiempo. Lo llamo el Jaguar, como su personaje, porque el peruano no existió –como escritor– hasta que creó este personaje de La ciudad y los perros, un monumento literario que lo situó en el centro del universo de la literatura hispanoamericana. A ambos, escritor y personaje, los vinculó de una vez y para siempre este libro excepcional que retrata el Perú de su adolescencia. Uno no sería nada sin el otro.
Vargas Llosa, que sigue siendo peruano habiéndose convertido también en español, y viceversa, quiebra la célebre máxima de Camba. Es su excepción. Siendo académico sus libros se siguen leyendo. Cada vez más y con pasión. Su maestría no desciende. Es un premio bien dado, cosa extraña en la república corrupta de las letras, donde la política acostumbra a imponerse a la (buena) literatura. Con él todos los conspiradores habituales parecen haber hecho una excepción.Para todos es un maestro, aunque todavía haya quienes confundan sus opciones ideológicas –liberales, a veces hasta la ingenuidad– con el secreto dominio del arte de contar una historia.
Es cierto que ha defendido en sus artículos de prensa y en algunos ensayos la libertad de empresa, el capitalismo intenso, hasta el sistema financiero que nos quiere convertir en sus esclavos, pero cuando se sienta delante del folio en blanco –cosa que cuentan que continúa haciendo todas las tardes, como un galeote– la literatura le gana la partida a la ideología y el Perú, ese mundo provinciano y hondo, hirsuto y plomizo, se impone a cualquier otro territorio.
Al igual que su personaje, en el que el carácter siempre termina siendo el destino, el escritor peruano ha sabido conservar sin mácula su pasión por la literatura, aunque en demasiadas ocasiones tenga que sacar los dientes cuando alguien intenta reprocharle su éxito amparándose en argumentos sectarios. Sus opiniones son suyas. Basta con que a él, y a quienes comulgan con su credo, les sirvan. Su obra, en cambio, es ecuménica: nos sirve a todos para entender los motivos por los que la literatura, ese arte ancestral que siempre parece estar en decadencia, todavía es capaz de situarse por encima del tiempo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[9 diciembre 1994]
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