¿Qué quieren que les cuente, locos? Cuando se viaja sin mapas acontecen cosas: uno se pierde (en eso consiste viajar) y, una vez se encuentra, o casi, solo en mitad del mundo, por fin sin ataduras ciertas, acaso no tenga demasiadas ganas de volver de nuevo a lo de siempre, de regresar a la rutina, ese animal sordo que acostumbra a devorar cualquier sueño de libertad, que siempre es desordenado, esa bestia que siempre nos deja con la misma sensación que se tiene después de haber salido de un banquete religioso, burgués, justo y civilizado. Detallista. Estiloso, incluso. Agradable a medias.
Pero del que sales con tan buen sabor de boca como demasiada hambre. Tanta que, ya en la calle, al pensarlo, le pegas sin querer una dentellada al aire, como si así pudieras morder la vida, arrancarle un trozo al futuro, que ya sabemos que no está donde solía, en su sitio, y que puede que también se haya marchado de viaje para no volver nunca más. Con el tiempo descubrirás que este mismo gesto reflejo, que haces desde pequeño cada vez que te sientes encajonado, limitado y atado, es absolutamente vano. Es la vida la que te va a tirar dentelladas a ti. En concreto, a tu cuello.
Hay quien ha pensado durante esta prolongada ausencia que el viajero sin mapas pudiera haber muerto después de haber vuelto de su leve incursión por la estepa rusa, o que acaso, no es del todo imposible, que sencillamente sea un estafador y un inconstante. A qué negarlo; lo mismo es bastante cierto. Igual que el sol que nos alumbra y nos quema. Lo primero ocurrirá el día menos esperado (es ley que el momento del deceso propio venga a contrapié) y lo segundo es tan probable como la certeza de que primero hay que vivir a fondo el viaje (y la vida) y después, sólo entonces, ser capaz de contarlo, evocarlo y revivirlo. Nunca al revés. Si en esto consiste ser un farsante, el viajero no puede escapar de dicha descalificación.
En estos días extraños en los que la calle es un horno, no hay más escapatoria mental que huir, de nuevo, hacia el Sur. Un Sur que no es el previsible. Un punto cardinal inverso y raro, donde todo es al revés, al contrario de cómo nos enseñaron en la escuela, donde las referencias habituales se dislocan, donde la noche es día y el día noche. Donde el cielo está extrañamente cruzado y el aire del Norte suele ser de calima selvática. Donde el viento meridional congela. Donde las estrellas están del revés. Y entre tanto desbarajuste (un orden imprevisible, en realidad) es, entre todos los lugares donde ha estado, donde el viajero mejor se encuentra.
A este territorio, en el que el viajero ha encontrado algunos de sus paraísos soñados, que son múltiples y únicos al mismo tiempo, subjetivos, sólo puede llegarse por el sonido. Siguiendo una senda de llantos ordenados, construidos en sostenido. Del bandoneón brota lento y fuerte el aire expandido, roto y cruel. Amable. Es la primera señal. Lo escuchas con los ojos cerrados y aparece el eco de los viejos tangos, la música agria, acanallada, que después se pervirtió en los bailes y salones de la clase media, tan burocrática, porteña y montevideana.
Tonadas con las que bailaron nuestros abuelos al otro lado del océano, con las que quizás se conocieron hasta nuestros padres, pero cuya génesis es la disonancia de los ruidos de los callejones, las avenidasde golpe a medio hacer, el campo que se transforma en ciudad, la deconstrucción maravillosa que implica que el tiempo fluye, acelerado sobre el mismo suelo de siempre. Lugares que son otra cosa ya, sin dejar de ser lo que siempre fueron.
El Sur que siempre es Norte. Un Sur extraño. Un lugar donde, dicen, el mundo se termina. Finis terrae. Donde Borges, ese argentino con alma de sajón (algo de británico, mucho de alemán, ciertas gotas de escandinavo) venía a decir , en ese maravilloso poema del Cuaderno de San Martín, algo hermoso de la muerte. Al evocar el último día de la existencia de Isidoro Acevedo, su abuelo, del que en realidad lo ignoraba casi todo, pero de cuya historia oficial, en cambio, sabía los nombres justos de lugar y las fechas, los fraudes de las palabras, conoce por primera vez de forma directa la vacía experiencia de la muerte, tan rotunda como una hermana, esa certeza que a los niños se les disfraza, qué curioso, de viaje inesperado.
“En metáfora de viaje me dijeron su muerte; no la creí. Yo era chico, yo no sabía entonces de la muerte, yo era inmortal; yo lo busqué durante muchos días por los cuartos sin luz”.
Buscar a alguien en una casa llena de cuartos vacíos, encender las luces, apagarlas, llamar a gritos, y en silencio, no hallar respuesta, darse cuenta de que nadie contesta, que nadie va a contestar, que es imposible que nadie conteste, ni ahora ni nunca. Y pensar en seco, de pronto, sin ira y sin rabia, que hoy quizás es uno mismo quien busca al otro, pero mañana, con total seguridad, de nada sirve jugar a dudarlo, el nombre de uno será el que se lance al aire en busca de una respuesta. Entonces, igual que sucede con los otros, lo mismo que ocurre siempre, sólo sonará el eco de la propia voz de quien llama, de quien se quedó varado en puerto hostil buscando al que partió, muy de mañana, en una vieja nave con las velas rotas.
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