No existe, salvo milagros contados, libro, periódico, revista o publicación impresa sin su ración de erratas. Los malpensados creen que son las hijas de la torpeza del escritor, errores de escritura del arriba firmante. No les falta algo razón, aunque sea sólo una parte de todas las causas posibles. Las erratas son consecuencia de una transcripción apresurada, de reescrituras que empeoran lo ya escrito, el fruto agrio de las habituales confusiones ante la máquina de escribir que llamamos ordenador. Son como las heridas que llevan los libros en la piel. Cicatrizan cuando el lector es piadoso. Cuando no nos da este gusto se vuelven costurones en la mejilla de un libro, al que arruinan el rostro, la imagen, la carrera –si es que los libros todavía van a alguna parte– y cualquier estimación posible.
Cuando se deben a despistes involuntarios lo pertinente es pedir perdón. Por lo general, el lector suele concedernos el beneficio de la duda: entiende que nadie comete una errata por voluntad propia. Sin embargo, cuando la excesiva frecuencia demuestra falta de atención en el trabajo no hay escapatoria posible: un libro con erratas es un libro mal escrito, peor corregido e inaceptablemente editado. No es anómalo, sino algo que está a la orden del día: en España se habla mal, se escribe peor, se somete a la sintaxis –al alma de la escritura– a diversas torturas y hasta se vende a la madre. Pero nunca se admite haber cometido una errata. Convendría preguntarse los motivos de esta singular obstinación: las erratas son comunes porque se escapan de la vista del escritor y pasan inadvertidas entre los renglones cuando uno lee lo que quería haber escrito en lugar de lo escrito. O cuando no existe un segundo lector, e incluso un tercero, para examinar, con ojos nuevos, el texto.
En la larga historia de la impresión, desde que Gutenberg cambió el mundo, hay dinastías de erratas. Auténticas estirpes de errores a la hora de transcribir un texto. Las erratas son igual que los hombres: no existen dos iguales. Algunas son erratas de peso, apesadumbrantes, de ésas que hacen que el escritor esconda la cabeza como un avestruz. Después están los linajes menores: las erratillas, que incluso pueden mejorar un texto al provocar asociaciones humorísticas insospechadas. Por lo general, la actitud de los escritores ante sus propios yerros es la soberbia: culpar a los demás. Tienen donde elegir: desde el corrector al editor, sin olvidarnos del impresor. Otras veces intentan disculparse amparándose en motivos técnicos, argumento por lo general falso. Últimamente se responsabiliza hasta a los ordenadores, cuyos correctores de texto responden a criterios arbitrarios. Cualquier cosa sirve menos entonar el mea culpa.
Los escritores sufren el mal de la intolerancia intelectual, que consiste en no reconocer los méritos ajenos y sobrevalorar –en exceso– los propios. No es exclusivo del oficio, pero no hay otro como el nuestro a la hora de ser contumaces a la hora de negar los despistes. En la vida hay cosas que no tienen remedio. Y los escritores estamos entre ellas. Sobre este mal (de los escritores) y sobre la pandemia de las erratas ya advertía don Francisco de Quevedo y Villegas, en los prolegómenos de sus Sueños y Discursos, que una de las mayores penas a las que los diablos someten a los poetas en los infiernos es la que consiste en hacerles escuchar las alabanzas dedicadas a los compañeros de oficio. La cosa, salta a la vista, viene de antiguo. Igual que las inquinas poéticas. Quevedo pide a sus lectores que le comuniquen todas aquellas erratas que en el texto encontraren, porque no hay libro que no las tenga ni nadie es tan vanidoso y pretencioso como para pensar que en sus escritos no aparecerán nunca. Las erratas son tan irremediables como la soberbia de los escritores. Así que, justo en este punto final, uno entona sus propias plegarias confiando que en este divertimento dominical no haya errata digna de tal nombre o, si la hubiere, al menos sean tan minúscula como para no destrozar la autoestima del autor.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[6 diciembre 1996]
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