El viajero ha estado algunas semanas desaparecido. Pensando en Rusia. En el frío. Cuando el calor se torna tan demencial, inevitablemente, hay que evadirse con el placer, desgraciadamente siempre teórico, de los inviernos suaves de la estepa, que en realidad son los largos veranos rusos, de lunas y de espanto. Parecidos a esos momentos de la infancia en los que uno todavía pensaba que el futuro estaba en su sitio, quieto, tranquilo, esperando a que uno llegase a buscarlo. Después es cuando se descubre que el futuro también viaja. Y que nunca podrás atraparlo.
La patria de Dostoyevski es un continente abierto en canal, tan extenso que casi da pavor aproximarse en él. Un lugar donde todavía existen los bosques umbríos –ese sueño para los meridionales– y la inmensidad es un concepto tan real como el desconsuelo de no poder abarcarla de un único golpe de vista. Para acercarse al viejo Imperio (los imperios acostumbran a mirarse a sí mismos, con independencia de su tamaño y su entidad) harían falta varias vidas sucesivas, una buena reserva de rublos y la inconsciencia juvenil de volar en sus kamikazes líneas áereas, que son las de mayor siniestralidad del planeta. Coger un avión en Rusia es jugar a la ruleta.
La otra Europa, como en alguna ocasión se ha dicho de Rusia, tiene dos embajadas naturales, dos pórticos de acceso. Atrios imperfectos: Moscú, la capital, y Petrogrado, San Petersburgo o Leningrado. Cada uno puede elegir el nombre que prefiera para designar lo mismo: la ciudad majestuosa del Norte, de fachadas pobres y patios oscurísimos, inquietantes, llena de palacios y jardines, con canales sucios y múltiples, y con tantas lecturas como hombres pueblan la faz de su universo propio. Ambas ciudades arrojan retratos dispares a quienes se atreven a explorarlas. Son, al mismo tiempo, paraísos e infiernos.
La primera es la urbe más grande del continente occidental, acaso por encontrarse en uno de sus extremos, el oriental, a modo de frontera con ese vacío que es el resto del Imperio, el Este, donde todo parece forzosamente un destino hipotético. Un lugar que no puede ser exótico sencillamente porque de él no sabemos, ni sabremos, casi nada. Ni siquiera sus tópicos. No hay demasiadas guías. Los mapas son inestables.
Probablemente por eso es el territorio que arroja mayores posibilidades de descubrimiento. El más interesante. De esta latitud del Imperio tiene escrito un excelente libro Ryszard Kapuscinski, el periodista polaco que se pasó media vida en África y al que algunos convirtieron hace unos años en un referente del oficio cuando (según confesión propia) en su vida no hizo otra cosa más que emular a Herodoto, que era más historiador, que cronista. Muchos de los que leen al escritor polaco con tan inusitada devoción harían mejor en introducirse en la Historia del geógrafo griego, un maestro del arte de contar el mundo y sus circunstancias, que son (siempre) las nuestras.
El libro del periodista polaco también se titula El Imperio. Cuenta, a modo de relato polifónico, el derrumbe de la Unión Soviética, ese dinosaurio de la historia que creyó ser una mariposa y terminó haciendo el camino inverso de las crisálidas, agujereado por el tiempo y la burocracia, ese mal de los funcionarios. Narra el mundo de la Rusia dogmática y ancestral, un espacio temporal y geográfico que algunos consideran perdido pero que se asemeja a lo que augura el porvenir: un vacío permanente.
Es curioso que los occidentales sigamos soñando con la modernidad cuando tres cuartas partes del globo no han salido todavía del Medievo. Se trata de un problema óptico, de perspectiva. Kapuscinski lo refiere en su libro de viajes, que es uno de los que ya no se escriben porque ya no se viaja a los sitios, sino que éstos se conocen a través de internet. Tiene un preámbulo con una maravillosa cita de Vasili Grossman, otro periodista ucraniano, de origen judío, que es un anticipo de lo que el viajero sin mapas puede encontrar al aproximarse a este territorio que, por ignorancia, nombramos como el nombre inexacto, pero mucho más fiel, de las Rusias. Dice así:
“Rusia ha visto mucho a lo largo de sus mil años de historia. Hay una sola cosa que Rusia no ha visto jamás en estos mil años: la libertad”.
Es cierto: se trata de un país que ha padecido el totalitarismo como una herencia genética. Acaso por eso sea tan generoso con la poesía y con la literatura, como demuestran los tiernos veranos que aparecen en las obras teatrales de Chejov. Hay poco que sepamos de ese más allá de la estepa fría. Apenas nombres: Brest, Magadán, Vorkuta, Termez. Más de 60.000 kilómetros de denominaciones extrañas a las que no hay razón para ir salvo la eufonía de sus topónimos.
Un paraíso en la niebla, donde puedes congelarte en medio del fuego y en el que te explican que los anarquistas históricos fueron quienes llamaron Dios ruso al zar y la Tercera Roma a Moscú, la ciudad que pasó de los campanarios ortodoxos y las casas de madera, casi amable pese a sus amenazantes fríos, a encarnar una variante de la arquitectura totalitaria que (junto al Berlín de Hitler) apabulla por su gigantismo, tan estéril como vano ha sido su afán de permanencia.
Con razón algunos rusos decían que sus dictadores coincidían en lo mismo: se creían especialistas en todo, expertos de cualquier cosa. En arquitectura, por lo visto, también. En realidad sólo sabía hacer una cosa: la guerra. Dar rienda suelta a un rasgo inherente a lo más negro de la condición humana: disfrutar con el ejercicio de la crueldad gratuita, sin más motivo que intensificar la sensación de dominio sobre los demás. Algunos han visto en esta condición la semilla de varios mitos políticos, cierto concepto del poder y un exceso, casi divino, de índole moral. Puede ser.
Acaso deberían fijarse también en la otra cara de la moneda: las víctimas. No es raro que los índices de alcoholismo sean en Rusia los más elevados del mundo. Hay cosas tan terribles que no pueden contemplarse salvo desde el cristal de una botella. El universo de los oligarcas rusos se quedó atrapado en los libros del XIX, cuando los veranos todavía podían ser amables. Todo lo demás son historias de crueldad, sin épica. Bajo el manto de la nieve, la suavidad de la estepa se convierte después en un cerrado bosque de espinas. Maravilloso y terrible. Como la vida misma.
Deja una respuesta