“El mundo es un lugar hermoso / para nacer / si no te importa que la felicidad / no siempre sea muy divertida / si no te importa un toque del infierno / de vez en cuando / justo cuando todo está bien / porque incluso en el cielo / no se canta / todo el tiempo”. Lawrence Ferlinghetti (1919-2021), igual que otros autores de su misma generación, escribía con una fascinante combinación de oralidad e irresponsabilidad, filtrando la vida (prosaica) hasta obtener de esta experiencia de la vulgaridad, que a todos nos iguala, un fogonazo de sentido o un destello de magia. “Un hombre valiente y un poeta audaz”, dijo de él Bob Dylan, que lo conoció una mañana de 1965 –un instante fijado en el tiempo gracias a las fotos de Larry Keenan, que retrató al bardo de Minnesota junto a los escritores de la cofradía beat de San Francisco– en el callejón lateral de su librería de North Beach, City Lights Books, abierta siempre hasta mucho después de medianoche, frente al bar Vesuvio, donde solían parar todos –Allen Ginsberg, “el grandísimo trilero”, el bala perdida de Neal Cassidy, el inquietante William Burroughs o el enfurruñado Jack Kerouac– cuando exploraban las carreteras de la Costa Oeste, previo desvío (alcohólico) por los acantilados de Big Sur. Ferlinghetti aparece en esa foto de grupo con una chilaba marroquí a rayas, con la capucha puesta, acaso para disimular –lo haría a lo largo de toda su vida con sombreros y gorras– una calvicie incipiente. El pelo lo perdió pronto, pero las costumbres y prácticas ácratas nunca salieron de su mente.
Las Disidencias en Letra Global.