Dublín está escondida en la garganta de una bahía extraña, entre verde y marrón. Justo en la desembocadura del Liffey, el turbio río que divide en dos la ciudad. Un viejo pueblo gaélico transmutado en urbe quieta. Uno se pregunta la razón por la que muchos viajeros sin mapas (esa secta anómala) acostumbran a peregrinar y pasearse por estos pagos tristes al menos una vez cada cinco años para homenajear en privado -los verdaderos reconocimientos deben ser íntimos- a James Joyce, el escritor miope que convirtió a este villorrio en el que tuvo la desgracia de nacer (no se eligen los padres ni las cunas) en un singular territorio literario.
Lo cierto es que no hay razón alguna para venir. Probablemente justo por eso, porque Dublín es un lugar pedestre donde no hay nada aparentemente de interés, el motivo del viaje sólo pueda resumirse con el término de patología literaria. Una forma de aprender cómo hacer literatura a partir de lugares sin importancia y rutinas menores, material que a primera instancia no parece suficientemente noble para ningún fin artístico.
La ciudad es como un whisky de raíces: entra suave y deja regusto a vegetales en la boca. Ni es amarga ni dulce. Más bien neutra. Su encanto es el de las pequeñas cosas, el de las ciudades antiguas que al haber sido situadas en la periferia de la historia han hecho de sí mismas el único y válido referente cósmico, convirtiendo el universo de paredes domésticas en un paraíso de ficción.
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