Cuando se viaja sin mapas a menudo acontece que el viajero se pierde. El sendero se desdibuja (si es que alguna vez llegó a estar definido) y el caminante queda al arbitrio de la suerte. Del azar. La primera sensación puede ser de desconcierto, de incertidumbre creciente. Incluso de temor. Pero a medida que pase el tiempo, si la realidad es propicia (con frecuencia, además, suele serlo), este sentimiento de inseguridad cósmica se convertirá en un placer extraño, similar al del dolor sublimado. O al del llanto depurador del alma.
Igual que algunos encuentran, sin siquiera esperarlo, divertimento en el fondo de la tristeza más azul, los viajeros sin mapas gustan de intentar mantener el equilibrio en el filo de la navaja. Como en el circo. A fin de cuentas, un verdadero viaje no es tal si desde el origen aspira a convertirse en una ceremonia cerrada, aburrida, previsible.
La libertad de viajar sin mapas, junto al placer que favorece la incertidumbre, requiere que el viajero, el protagonista de la navegación, padezca esa pandemia de determinadas minorías que consiste en sentirse extraño en todos lados. Incluso en la propia patria. Sobre todo, en la patria. Una noción de extranjería que suele ir asociada a cierto tipo de soledad (a veces gozosa; en otras ocasiones cruel) y que es inherente a cualquier tipo de trayecto sin rumbo fijo.
El viajero sin mapas se siente extranjero en todas partes, incluso en su propia casa.
El retorno al hogar, cuando es voluntario (regresar es un también un viaje, sólo que inverso al de ida), puede ser tan exótico como la huida previa, ese soltar todo y largarse que conserva el perfume de la acracia juvenil que casi todos respiramos en algún momento de nuestra existencia y que perdimos con el paso de los días, el correr de los años y la caída del cabello.
Viajar sin mapas es por eso una suerte de retorno a la infancia. A ese territorio donde uno se sentía extraño frente a todos y todo, en mitad del diablo mundo. La paradoja es que para el viajero sin rumbo sentirse extraño es más o menos parecido a sentirse uno mismo. Igual que en la canción de Dylan: sin hogar, sin dirección. Probablemente libre. Y mucho más sabio.
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