Existe un lugar en la costa Oeste de ese continente que todavía llamamos Norteamérica, un punto geográfico exacto junto a una bahía llena de pájaros, con algunos riscos pelados, lleno de laderas y lomas, con casas de madera gastada como viejas señoras burguesas tan ajenas al paso del tiempo como hermosas en su propia decadencia, conocido con el nombre español de Ciudad de San Francisco. A muchos el nombre les parece largo y la llaman Frisco.
En su momento fue el hogar de los movimientos contestatarios de finales de los sesenta, cuando la paz y el amor se confundían con los excesos químicos y etílicos y la aspiración (universal, por otra parte) de hacer el amor en lugar de la guerra. Antes, sirvió durante algunos momentos precisos de hogar sobrevenido para algunos de los escritores -poetas, novelistas, colgados- de la Generación Beat, esa corporación de hipsters y rebeldes de los años cincuenta herederos involuntarios de la Generación Perdida de Scott Fitzgerald.
De aquellos años quedan todavía en la ciudad algunas mitologías, ciertas esquinas, nombres de barrios que son referencia cultural (North Beach o Heights) y algunas poses de eso que se llamaba la contracultura.
Sólo en América, hermano: no existe ningún otro país en el mundo donde al lado de los más activos profetas del capitalismo (toda una religión civil) abunden tanto estos personajes partidarios de dejar ver la tramoya bajo la que se ocultan las mentiras del sueño americano.
Su existencia es acaso la mejor demostración de que la vida no siempre te dará lo que le pidas, sino que probablemente no te concederá casi nada de lo que ambicionas, salvo una cosa: mendigar con pasión por las esquinas.
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