Los Ángeles es una ciudad extraña. En realidad, no es una ciudad. Tan sólo es un horizonte. Una suma de urbes distintas, dispersas, difusas. Dispares. Como un maizal roto en mitad de ninguna parte. La mayor parte de la gente, sobre todo los que viajan haciendo turismo convencional, todavía relacionan el nombre del lugar, al que se llega después de atravesar en coche varios desiertos sucesivos, con uno de sus célebres mitos (Hollywood) y con el supuesto glamour asociado al mundo del cine, esa impostura mayestática. La industria del cine ha construido en apenas un siglo largo un imaginario tan poderoso que la ficción –el cine, en sus comienzos, caso fue una fábrica de sueños; ahora sólo es una factoría de dólares– ha terminado robándole su verdadero asiento a la realidad, convertida a ojos de la mayoría en un paisaje casi inverosímil. La ciudad real no es la que existe, sino la que se imagina en las películas.
Para poder llegar a atisbar la ciudad cierta, la verdadera urbe, uno antes tiene que levantar a pulso la tonelada de mentiras con las que se ha ido construyendo, por acumulación, el rutilante perfil de un mundo tan ideal que, como tantas otras cosas de la vida, nunca ha llegado a existir realmente aunque tanta gente lo tenga por cierto. Los viajeros sin mapas que deciden ir a Hollywood buscan otra cosa, claro. Suelen perseguir otra topografía distinta: el relato quebrado de una América destruida, con sus fantasmas, sus casas tropicales, húmedas, hechas como de cartón barato, donde los tabiques blancos que separan el salón del dormitorio se destrozan de un puñetazo. Un universo suburbano de dimensiones superlativas. Un puzzle inabarcable de calles, avenidas, construcciones a dos alturas y coches como animales mitológico que hacen que caminar resulte una actividad altamente sospechosa para un vecindario que nunca llegarás a conocer del todo.
En Los Ángeles no se debe pasear demasiado porque, automáticamente, se considera que deambulas. Y eso quizás no sea delito pero siempre es inquietante para la autoridad, que aquí no se anda con tonterías ni enmiendas. Las casas están cercadas por autovías rápidas (la principal, situada siempre junto a la fachada; la de los servicios contra incendios, en su zona trasera) y las parcelas se cuentan por pares, porque poseer un predio implica tener siempre una parcela gemela al lado únicamente para poder dejar el coche, sin el que eres un paria.
Es un territorio donde el paraíso se antoja imposible, incluso con un puñado de billetes en el bolsillo. No te durarán demasiado. Se esfumaran en apenas un rato. Quien mejor retrató su alma sucia, el espíritu que habita en los viejos hoteles, tan rutilantes en las películas de género, fue Raymond Chandler, el escritor de novelas negras. Su ciudad es un lugar marcado por la violencia y el crimen, obscena, a ratos abyecta, donde los bajos y los altos fondos (tremenda paradoja) se mueven por lo mismo: dinero, poder sexo y riqueza. El mando. La influencia. El dominio.
La única moral es la del dólar. El enriquecimiento súbito es el fleco desgarrado que ha quedado del viejo ideal del sueño americano. Chandler hizo como nadie la crónica de este mundo perdido, cuando el poblachón que en su momento fundaran los españoles que colonizaron México, y que llegaron hasta aquí no se sabe muy bien buscando qué, se había convertido ya en un esperanza yerma y vana de proporciones colectivas y casi míticas, cuando cientos de inmigrantes de todo el país alcanzaban sus costas para comprender, al poco de llegar, que la idea de poder renacer en una California con nombre de libro de caballerías era una utopía imposible. El antiguo sueño de la reinvención en vida. Un nuevo sitio, una nueva existencia que siempre se confiaba en que fuera mejor y que, demasiadas veces, terminaba desvencijada por las aceras.
Después de un trago en Musso & Frank Grill, donde Bukowski solía parar, emulo al poeta y me largo al hipódromo de Pasadena, donde no hay ni rastro de la aristocracia –algo imposible en América, hermano– y los jugadores apuestan el subsidio de caridad a un jinete demasiado ligero como para no caer en el primer tramo de la carrera. No hay mejor metáfora del azar. Un días ganas y eres el rey. Al siguiente, estás muerto sobre la hierba.
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