El mito más perdurable de toda la cultura occidental es aquel que nace a partir del acto físico, pero también espiritual, de moverse de un sitio a otro. De partir desde un lugar determinado para llegar a otro distinto, impar y extraño. La actividad que desde los antiguos denominamos viajar, incluida su variante más frecuente: perderse.
Desde el lejano tiempo de los griegos y los fenicios a las horas contemporáneas, desde los mercaderes a los ejecutivos, pasando por los poetas y los notarios, todos nos movemos antes o después por el mundo aunque nuestros motivos, oficiales o secretos, públicos o íntimos, difieran en cada caso concreto. En algún momento de nuestra existencia, queriendo u obligados, todos nos enfrentamos, de forma distinta quizás, pero permanente, a lo desconocido. Vivimos así una ceremonia misteriosa que consiste en transitar desde aquí en dirección a un (más) allá que puede ser geográfico o mental.
En cierta manera, existir consiste en practicar con cierto éxito este ejercicio. Igual que ocurre en la vida, solemos emprender el trayecto sin saber del todo qué dirección exacta vamos tomar, cuál es el sendero correcto hacia el destino, dónde está la tierra firme.La incertidumbre es inherente a cualquier viaje. Aunque ésta no se combate más que continuando el camino, por difícil que parezca. La verdadera aventura vital consiste en tratar de sobrevivir (conociéndose uno a sí mismo) en el inmenso océano de la duda hasta ser capaz de poner ciertos puntos en un mapa. Nuestra vida.
Estas Crónicas Apátridas aspiran a contar, a imitación de las grandes travesías que hemos leído gracias a la literatura y a la historia, los viajes como un hecho cultural completo. Quizás el más excelso. Es pues un homenaje a esta forma de vivir, el acto más puro de libertad, que consiste en descubrir, bien con el cuerpo, bien con la memoria, el mundo. Lo de menos es que el trayecto se recorra con los pies o con la imaginación.
Todo viaje es, al menos en origen, resultado de un sueño. De una ficción personal. Una novela que tratamos desesperadamente de convertir en realidad. Uno empieza primero imaginando. Después viaja. Las fotos son lo último que aparece.La única enseñanza que necesitamos para ponernos en movimiento es muy simple. Se resume en una frase:
“Siempre viajamos en tres tiempos: antes, durante y después”.
En las tres ocasiones el trayecto se hace de forma diferente. Primero se imagina. Después se sufre y se goza, simultáneamente, viviéndolo en primera persona. Si sale entero del trance, al viajero le queda además el placer secreto de paladear el sabor, a veces dulce, en otras ocasiones salado, de haber sido capaz de desobedecer el consejo de quedarse quieto entre cuatro paredes.
Los Argonautas, héroes míticos de la literatura griega, solían decir que vivir no es preciso, pero sí es necesario navegar. La vida entendida como una aventura individual permanente. Porque, en realidad, uno siempre viaja solo, aunque oficialmente lo haga en compañía. La profunda experiencia anímica que implica viajar sólo puede experimentarse en clave subjetiva. Interna. No hay por tanto más guías que el azar y el destino. Todo se resume en el viejo verso de Machado. Un caminante. Un camino.
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