El idioma, como todas las cosas verdaderamente grandes, es un caudal en el que ningún poder –salvo el individual– puede meter la mano. Los dueños del lenguaje somos todos. Uno a uno. La fuerza de cualquier lengua radica en la suma anónima. El alfabeto con el que escribimos tiene letras limitadas. Las combinaciones fónicas con las que pronunciamos las palabras que expresan nuestra personalidad están restringidas a un número finito. Pero gracias a la ley de la combinación, que multiplica las opciones, la lengua es una herramienta más efectiva que cualquier imperio: comunica nuestra identidad a los demás y nos permite ordenar el mundo. Tanto para comprenderlo como para rechazarlo.
Archivo de diciembre 2016
Su Peronísima
Tomen asiento. Les va a hacer falta. Susana Díaz, la inminente líder del PSOE postsanchista, que ahora es un reino sin corona, sin cabeza, sin democracia, sin congreso a la vista y donde la sangre derramada por la conspiración todavía mana espesa desde las ventanas del palacio de Elsinor, ha dicho esta semana, tras oír que Sánchez está dispuesto a entregarse en los brazos de Podemos (de momento es un amor platónico; el contacto carnal vendrá después), que los socialistas no están para «personalismos». En realidad, no están para nada porque han desaparecido igual que un vulgar azucarillo en el café, diluidos entre los jacobinos que prometen guillotinas y cielos de amor arcoiris y la derecha abúlica de Rajoy (Mariano).
Los Aguafuertes de los lunes en Crónica Global.
París, hacia 1920
La última vez que estuve en París buscaba a una persona que se llamaba igual que yo. Idéntico nombre, edad aproximada y un rostro similar. La búsqueda se había iniciado, muchos años antes, al Sur, muy cerca de África. Y terminó, con el pretexto de unas vacaciones de invierno, en la capital francesa, que entonces me pareció gigantesca, más inmensa e inabarcable que la primera vez que la pisé. París ha sido desde entonces un refugio recurrente, el espacio de la búsqueda. Uno se escapa a sus calles en cuanto tiene ocasión y el dinero –ese capricho que gobierna nuestro destino– lo permite. Como mínimo, una vez cada bienio. Siempre se regresa con la misma satisfacción: el placer renovado de que los sueños, pese a todas las evidencias, todavía son posibles.
Patriarcas, herederos y viceversa
La institución social que mejor encarna nuestra vida pública -y también privada- es la famiglia, convertida casi en una unidad de destino en lo meridional. Con diferentes máscaras, el familiar ha sido también el modelo de organización de nuestras élites políticas. Por lo general, por motivos prosaicos: administrar el presupuesto en favor de la camada o, en su defecto, aspirar a hacerlo mientras se disfrutan las prerrogativas de la democracia formal que se practica en Andalucía. Todos los partidos con algún protagonismo, aunque sea secundario, en el teatro de la autonomía sufren la misma patología: la endogamia orgánica, que en Andalucía siempre ha desplazado al factor institucional. Son los aparatos de los partidos quienes gobiernan, no las instituciones, que sólo funcionan como sus abrevaderos de ocasión. El interés partidario rige por completo el espacio de lo colectivo, reduciendo la idea de res publica de los clásicos a la marginalia. Salvo en asuntos epidérmicos, en Andalucía no se ha producido ninguna alteración de fondo de los valores políticos -los culturales aún reproducen prácticas ancestrales- ni podemos decir que la sustitución de ciertos rostros, que no es sino una hábil forma de simulacro, haya alterado las costumbres. Se manda igual que se ha hecho siempre. Incluso cuando las circunstancias han obligado a gestionar -a la fuerza- algún cambio de liderazgo, los viejos hábitos políticos se han mantenido estables, imperturbables, eternos.
Una crónica-río para el XX Aniversario de El Mundo (Andalucía).
El negocio (político) del capital social
Un lugar común vincula en exclusiva el significado del término negocio al ámbito económico. Como sabemos, tan sólo es uno de sus significados. Existen negocios de otro tipo. Industrias cuya rentabilidad no se mide en pérdidas y ganancias, sino en función de factores como la influencia o la intermediación, comisiones aparte. La hegemonía política no tiene un único rostro. Puede ser una sucesión de máscaras que fingen pluralidad donde sólo hay coincidencia de intereses. El concepto que mejor expresa este fenómeno es el capital social, acuñado por el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Según su análisis, capital no es sólo el dinero y los bienes materiales. Existe un capital simbólico que reporta a quien lo administra, especialmente si lo hace en régimen de monopolio, rendimientos intangibles que antes o después se convierten en crematísticos. En los negocios no hay espacio para el altruismo. Todo tiene precio. Bourdieu describe el capital social como aquel que se logra por las relaciones que vinculan a un agente (social, político o económico) con un ámbito de decisión. Se trata de un capital difuso, que se retroalimenta y que siempre miente. «Quienes controlan el capital social» -explica Bourdieu- «simulan carecer de interés económico». Así nace el discurso del interés general.
Un análisis para el XX Aniversario de El Mundo (Andalucía).