El idioma, como todas las cosas verdaderamente grandes, es un caudal en el que ningún poder –salvo el individual– puede meter la mano. Los dueños del lenguaje somos todos. Uno a uno. La fuerza de cualquier lengua radica en la suma anónima. El alfabeto con el que escribimos tiene letras limitadas. Las combinaciones fónicas con las que pronunciamos las palabras que expresan nuestra personalidad están restringidas a un número finito. Pero gracias a la ley de la combinación, que multiplica las opciones, la lengua es una herramienta más efectiva que cualquier imperio: comunica nuestra identidad a los demás y nos permite ordenar el mundo. Tanto para comprenderlo como para rechazarlo.
Estos días se celebra en Zacatecas (México) el Congreso Internacional del español. El cónclave pasará a la historia por ser aquel en el que García Márquez propuso trastocar la gramática y la ortografía tradicional –previo consenso– para simplificar “el español del futuro”. En realidad, el único español que existe no es el del porvenir, que nadie sabe realmente cómo será, sino el idioma del presente. El lenguaje se hace y deshace cada día, cada hora, cada segundo. La idea del Premio Nobel colombiano está destinada a la melancolía. El lenguaje no pertenece a las instituciones, sino a las personas. Es uno de los escasos patrimonios que no se encuentran sometidos a los caudillos terrestres, que aspiran a que hablamos como ellos desean, no como cada uno de nosotros hace.
Para algunos la lengua española es una de esas enormes mansiones coloniales que existen en Colombia, en México, en Perú o en Cuba. Su origen remite a una España pretérita que ya no existe. La casona, a veces, mantiene a lo largo de los siglos su forma singular. Otras veces se transforma en un corralón de vecinos donde todo el mundo habita de alquiler. Todas cuentan un patio. Y en todas existen zonas compartidas para el encuentro fortuito de los inquilinos. La propuesta de García Márquez aspira a limpiar el español de las normas académicas del siglo XVIII, que fue cuando quedaron fijadas la grafías y los sonidos mixtos procedentes, en buena medida, de los Siglos de Oro. La lengua, escribió entonces Nebrija, es el imperio. Hoy sabemos que es cierto, pero el dominio –por fortuna– es perdurable porque es difuso.
El vínculo lingüístico entre España y América ha sobrevivido a todos los sistemas políticos. Permanece. Se renueva. Se mantiene. Somos hijos de un idioma que sigue sin ser de nadie porque nos pertenece a todos. Ninguno de nosotros ha creado el español. Es el idioma quien nos ha creado a todos. En Zacatecas algunos académicos reclaman que se escriba un libro de estilo intercontinental, idea demencial, porque el estilo siempre es el hombre (y la mujer). La lengua es un territorio compartido, pero también un hábitat particular para cada ser humano. El idioma es un espacio creativo al alcance de todos. Por ser un organismo vivo su evolución resulta imprevisible.
El español crece, madura, cambia, muta, sorprende, desconcierta. Lo percibimos en cualquier punto de América, donde se habla el español más rico, y más venerable, del orbe. El mito del español perfecto de Valladolid es una herencia del orgullo ibérico. El presente del español es americano. Un idioma no es una pieza de museo. Aprisionarlo resulta imposible: el reo disfruta sin nuestro permiso de la libertad que le da cada uno de sus hablantes. Está bien que los académicos describan la lengua. Pero su competencia termina en el momento en el que un individuo, a ambos lados del Atlántico, abre la boca. Ya lo dijo Cortázar: uno no escribe mejor porque no cometa errores gramaticales. Escribe mejor si es capaz de usar la palabra como un nardo o como un dardo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[9 Mayo 1997]
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