[Ensayo apresurado]
La capacidad para inventar mundos, conceptos, cosas, tiene fama de ser una facultad positiva, benigna, bienhechora. De las más loables que puede ejercer un ser humano. Un hombre que inventa es alguien al que el ingenio, la pericia y la habilidad se le suponen sin necesidad de mayor comprobación empírica. Con esta simple asociación de ideas ocurre algo similar al valor y la milicia: ambos términos se dan por supuestos. Se trata de un tópico, por supuesto.
El valor, más que un patrimonio militar, suele ser una facultad civil, cuando no un recurso oratorio de cantina castrense del que echar mano cuando hay que justificar determinados comportamientos. Con la invención suele ocurrir lo mismo: se la asocia al grupo de las nobles artes y disciplinas pero se pasan por alto las consecuencias que tiene en determinadas coyunturas vitales. Invención no es únicamente la capacidad de descubrir algo nuevo, de crear desde el vacío por medio del ingenio –esa cualidad cervantina–, la meditación o la casualidad.
Para quienes son creadores, sobre todo, es un fingimiento. La presentación como real de algo falso. Incierto. Esta última acepción lingüística es más común de lo que en principio pudiera parecer. Pessoa lo entendió bien. Por eso hizo de la suplantación de sus múltiples identidades un juego de voces líricas. Gracias a este artificio –absolutamente real– disfrutamos de sus heterónimos y de su frase más repetida: “El poeta es fingidor”.
En los tiempos que vivimos la invención es moneda cotidiana. La vemos en las calles, en las tabernas, en ciertos templos. Sin la invención –del dinero– no funcionaría el sistema financiero. Nos pasamos el rato inventando la realidad, que también es inventada, pues es distinta para cada uno de nosotros. Inventamos los amigos, que un día dejan de serlo; inventamos a las mujeres, el sexo, la gastronomía, el día y la noche y el trabajo. Incluso los hijos son, en cierto sentido, fruto de una proyección particular. En el ciclo biológico es ley: uno inventa a sus padres –a veces inventarlos consiste en descubrirlos, otras en intuirlos– y termina imaginando cómo debería ser su descendencia. Nos inventamos, por descontado, a nosotros mismos. Y al ir creciendo inventamos nuestras propias circunstancias, que diría Ortega.
La invención ha llegado incluso a sustituir al análisis, que es una disciplina científica que algunos ejercemos por libre, sin academia que nos ampare. El sentido crítico es una moneda sin circulación en estos tiempos extraños, un rublo que ha dejado de cotizar. El sistema de intercambio está lleno de invenciones sucesivas: votos, créditos, letras. La olla dorada de la que hablaba Plauto es puro cuento. Como sucede con todo metal con valor de cambio, se basa en una mera convención. Por supuesto, inventada es también la propaganda, de la que Chomsky ha dicho que es inherente a la democracia como la represión a las dictaduras.
La primera vez que uno descubre que la invención también responde al nombre de autoengaño es demasiado tarde. En ese momento entiende, sin estudiarlos, los principios básicos de la sociología. Basta leer los escritos venerables del Almirante de la Mar Océana: Colón. Los historiadores han discutido su origen, sus ambiciones económicas, el móvil de su gesta –a la que al principio todos llamaban locura–, los detalles de la travesía, el instante exacto del triunfo. Ninguno ha reparado en un detalle: el Descubrimiento es otra gran invención.
La creación artificial de un continente sobre el que desde Europa se proyectaron expectativas metafísicas, aspiraciones prosaicas y sueños excesivos que impidieron la correcta interpretación de lo que tenían delante de los ojos, bajo los pies. En sus diarios, el almirante nos habla de tierras que nunca llegaron a existir fuera de su cabeza. Colón invento América, sin llamarla así, porque la América que encontró, pese a ser deslumbrante, no casaba ni con sus expectativas ni con toda la literatura escrita sobre las Indias.
En los diarios colombinos quedan los restos de esta América idealizada, imposible. El descubridor usó la invención literaria para justificarse, autoengañándose, al llamar Indias a lo que nunca lo fueron. Es una reacción natural que sobreviene cuando uno descubre –esta vez de verdad– que las expectativas y la realidad son mundos antagónicos. Nos engañamos a nosotros mismos por salud mental, para que nuestro esfuerzo no caiga en saco roto, porque todos los sueños se esfuman. Incluso aquellos que se realizan. Los sueños inventados sufren un proceso de degradación más acelerado al estar construidos no con idealismo, sino con mentiras piadosas que escritas en primera persona.
Al huir del engaño, que es la realidad, acaso también la madurez, inventamos sin pausa. Desde la infancia trasmitimos el ritual del engaño: a nosotros nos durmieron siempre con cuentos, unas décadas después seguimos acostando a nuestros hijos con relatos. Todo sirve –pensamos– para retrasar el momento fatal, que no es la muerte, sino el realismo sin remedio. Ese instante en el que debemos enfrentarnos a lo que somos y compararlo con lo que quisimos.
La lectura progresista de la historia, que imagina la evolución de la humanidad como una línea recta ascendente, es una convención de los Ilustrados. Antes se pensaba que el tiempo tenía forma de esfera. Mañana pensaremos cualquier cosa. Los hijos de un tiempo concreto –todos nosotros, que nacimos un día exacto– seguimos sin embargo anclados en la convención temporal con la que crecimos. Nos pasamos la vida esperando una utopía que nunca llega. Primero la soñamos, después la inventamos. Dejamos de vivir cuando renunciamos definitivamente a inventarnos a nosotros mismos. Cuando en el horizonte irrumpe, rotunda, la línea del desengaño.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[19 enero 1996]
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