La muerte consiste en un tránsito, lo mismo que la existencia se reduce a una suma, no siempre afortunada, de sucesivas metamorfosis. En la cultura clásica se la representa como una breve travesía: el cruce de la laguna Estigia desde una orilla (la de los vivos) hasta otra (el lado de los difuntos). Hay quien teme llegar a este destino unívoco, que a todos nos iguala; otros, en cambio, no están convencidos de que la ribera opuesta –terra incognita, llamaban los latinos a las regiones que nos son desconocidas– exista en realidad, salvo como una piadosa alegoría de lo irremediable. Para las civilizaciones antiguas, sabias conocedoras de la realidad de las cosas terrestres, aunque las expresasen condensadas en mitos y cosmogonías, la extinción de la carne (y también la agonía del alma) era tratada desde una consoladora óptica humana. Sea por piedad o por decoro, el caso es que el finado nunca lo era por completo –se trataba de un alma en proceso de peregrinación– y la travesía fatal, que se le encomendada a Caronte, se equiparaba aun viaje fluvial hacia otro estado espiritual. Tan concreta es la idea de la muerte de los clásicos grecolatinos que al barquero había que pagarle –como tasa– una moneda de oro. El capitalismo, que no es una invención moderna, sino ancestral, nace con el viático.
Las Disidencias en Letra Global.